La asombrosa dinámica de la naturaleza convierte en cíclico y normal lo extraordinario y nosotros, narcotizados por una rutina erosiva,
En mis paréntesis de la realidad, a veces se dibuja en el aire un sendero entre árboles. En ocasiones vigorosos. Otras, lánguidos y
De nuevo aquí, una fecha cualquiera de primavera o de otoño, tal vez. Estoy sentado, mirando al mar en este lugar solitario.
Anoche soñé que soñaba por última vez. Y al despertar me di cuenta de que esto también podría no volver a ocurrir. Todo lo demás se ha reducido a una sucesión de automatismos hiperperfilados en pos de la máxima eficiencia.
Aroma de amanecer, vaho en el alma. Cristales abiertos, cortinas al viento. Sal en la piel, labios cuarteados. El mar solo sabe hablar con abrazos.
Transito el sendero angosto e incierto que media entre el sueño y la consciencia. Inquieto y torpe, sobrepaso a menudo sus límites.
Descubrí una vez que lo que ocurre en mi vida, día a día, es pura ficción.
Dicen que cuando te sumerges en el agua e intentas averiguar cuánto tiempo vas a aguantar ahí abajo, ocurre una cosa bastante peculiar. Nuestro cuerpo, que suele ser bastante más eficaz que nuestro intelecto, te envía una señal. “¿Sabes lo que haces, brotha?”
Todos y todas hablaban de ello a todas horas: con el taxista, en los ascensores y azoteas, con las plantas y arbustos al regarlas, a la hora del té, antes de acostarse, con el marido o amante. Aquí y allá se formaban grupúsculos de gente que hablaba en corro, o se pregonaba a voz en cuello, por la calle.
Como todos los periodistas, el director del periódico donde trabajo también es una persona con escaso tiempo libre. Lo es y lo ha sido: pasa los días en su despacho de la redacción. Por este motivo no ha podido ocuparse debidamente ni de las noticias ni de la educación de sus hijos.
Leo un comentario en una de esas amistades de caralibro que “la única sangre azul que conozco es la tinta con la que escribe el librepensador”. Y no puedo evitar pensar en ese incomprensible deseo que tiene mucha gente por registrarse en “la nobleza”
El hombre de paja se paseaba por un escenario de cartón piedra. En su vida prefabricada, todo lo había dispuesto conforme a un objetivo: aliviar el dolor antes de alcanzarlo, sofocarlo antes de que empezara incluso a gestarse.
Hace un tiempo entró en la cocina, aún no sé cómo, un pelador profesional, de esos que anuncian en la teletienda y que, según la definición de la wikipedia, sirve para “pelar verduras con piel dura capaces de ser laminadas”.
Hace unos días tuve una extraña realidad frente a mi espejo. Yo misma. La imagen de una mujer próxima a los cuarenta que marcaba alguna que otra arruga nueva o por lo menos, nunca vista. Vi reflejada una adulta distinta y por diferente, incluso desconocida.
Huir de la ciudad, de su mundanal ruido, de sus gentes, de sus autos, de los fluorescentes y las bombillas, de los carteles indicativos pero sobre todo prohibitivos, de los papeles pegados en las farolas, anuncios en busca de apartamento o reclamos de un perro perdido, la fotografía de un caniche de siete meses con un lacito en la coronilla.
De pronto, descubres que está dentro de ti como un huésped odioso y desagradable, casi como si hubieras dejado entrar a un asesino al cuarto de invitados.
Territorio del abismo. Cascada del fin del mundo donde acaba lo terrenal y conocido. Temida y anhelada como amanecer.
El tiempo es una de esas cosas de la vida a la que nos hemos rendido irremisiblemente, dándole un poder insoslayable.
Agazapado entre las palabras y las notas musicales. Entre las ráfagas de viento, disfrazado de vacío, juega a ser el hombre invisible pero sabe que jamás podrá alcanzar la grandeza de la nada absoluta.
Un manto de transparencia cayó a modo de red sobre mi entendimiento y desperté. Pausada y dulcemente. Sin sobresaltos.
Como en muchos otros ámbitos de la vida, elevamos la vista al cielo esperando algo grandioso y nos perdemos las cosas que están a la altura de la vista. Ocurre con uno de los grandes sueños de la especie humana, viajar en el tiempo.
El buceador que se sumerge en el profundo y oscuro océano, cuando regresa a la superficie la ve como una extensión de tierra, azul o plateada, pero móvil.
Hubo en nuestro planeta hasta hace relativamente poco, numerosos lugares por descubrir. Islas, selvas, desiertos, continentes enteros…
Cuán contradictoria es nuestra existencia… Nuestro avance es a su vez alejamiento, como lo es nuestra expansión global.
Como pequeños instantes de consciencia en días de absorta ausencia. Porciones de gélida realidad en una existencia onírica y feliz.
Cae como un manto de fresca niebla al amanecer, de esos que limpian el alma del polvo del camino de cada día. Como una lluvia fina para que la hierba se desperece del invierno y brote libre de culpa.
Acerco el ojo a la cerradura de mi memoria y veo flotando en nebulosa, luminiscentes, muchos de esos momentos plácidos y gratos que hoy podrían considerarse infrautilizados. Desaprovechados.
Cae la luz y con ella la vida se acurruca. El ritmo se aletarga y bosteza el dolor. La mente pasa lista a los recuerdos y perdona con dulzura los deslices.
Tenía varias vidas vividas en su mirada. Lugares, gentes, amores, días de lluvia, sonrisas y dolor, amaneceres y lunas.
Recuerdo que cuando era niño soñaba más. Y también que soñaba mejor. En cualquier momento me quedaba abstraído. Suspendido en una dimensión paralela de la realidad.
Algunas veces, el universo te brinda la oportunidad de vivir un sueño tan real que su fragilidad duele. Sientes que te elevas.
Me acuerdo de ti cuando veo unicornios... Será por la anomalía natural de su hermosura. O por la serenidad que me transmite su mirada. T
Te escondes entre las costuras de mis recuerdos más profundos. Entre los momentos que no alcanzo a reproducir en mi mente. Esos que duermen en la memoria de mi ser esencial. Que no experimentaron quienes fui, ni conocerán quienes seré.
Sentada frente a la inmensidad azul. Impávida al azote del viento, contempla el horizonte sin verlo. Sus pupilas están posadas en la espuma de las olas oceánicas, más allá de donde alcanza la percepción.
Amanece cada día de mi existencia con la superficie rizada de un mar eterno. Enormes montañas efímeras que bailan al son del viento y juegan al esconder en un horizonte absoluto.
Tratando de permanecer descubrí mi estado de tránsito absoluto. Estar quieto es una ilusión. Humana. Ingenua.
Salió de la bruma, me sonrió y siguió caminando. ¿Adónde vas? A ver una carrera de relojes. ¿Vienes conmigo? Me dan miedo.
Como una mariposa de la luz atrapada en la cintura pérfida de un reloj de arena. Ironía macabra del tiempo, que pasa ante mí pero mi realidad permanece estancada.
La vida tira de mí y no quiero irme. Mis dedos dejan surcos en tu arena y mis manos sangran aferrándose a tus rocas, pero al final la noche me lleva.
El horizonte es mi destino y hacia él necesito avanzar. Traspasar ingrávido y transparente la materia. El movimiento como anhelo.
Cuando el mundo circundante no me alcanza juego a crear realidades alternativas. De la divergencia entre mis ideas, mis deseos y mis percepciones surge la magia y se rompen los límites.
Soy… Eres… En un abismo de materia oscura, tal vez en algún punto, en algún momento, puedan darse las condiciones para un ‘somos’. O no.
Como una roca en la playa, espero inmutable la caricia de las olas. Siento la marea meciéndome. Espuma blanca sobre arena negra.