UN REFUGIO EN EL INFIERNO
“Un ángel del Señor descendía de vez en cuando al estanque y agitaba el agua; y el que primero descendía al estanque después del movimiento del agua, quedaba curado de cualquier enfermedad que tuviera”. (Juan, 5: 4)
De pronto, descubres que está dentro de ti como un huésped odioso y desagradable, casi como si hubieras dejado entrar a un asesino al cuarto de invitados. La primera mirada hacia tus entrañas, con los ojos de la asustada imaginación, te trae algo así como un vahído, un vacilante y desmayado paso en el borde de un abismo jamás entrevisto siquiera. Te palpas la piel, intentas consultar tus vísceras, aprietas la memoria del cuerpo para comprender el cómo, el cuándo y el por qué. ¿Se habrá instalado ya definitivamente? ¿Será posible expulsarla, como se lanza a un moscardón o a un pájaro desorientado que entra en la habitación?
Lo siguiente será confesarlo, a la persona, familiar o pareja, que tienes más cerca. Como si no tuviera excesiva importancia para ti, aunque te delata el temblor en el tono de la voz cuando intentas explicar que has visto, has tocado, te ha parecido, en fin, esa presencia que adviertes y que no quieres ni confesar que has notado, sigue allí, donde no quieres que esté ni un segundo más.
Las respuestas del otro no van a sacarte de tu supuesto error, ni van a confirmarte lo que temes. Por lo tanto, echarás detrás de ti los argumentos como si fueran las tapas de un pesado cubrecama enredado en tus piernas y te levantarás para andar en busca de respuestas hacia cualquier brujo o sabio, aunque sospechas que a lo mejor también se quedará hierático y hermético, como un muro de los lamentos. Puede que no te diga nada, que te haga esperar lo indecible y lo insoportable a la espera de pruebas y más pruebas. Y entenderás que estás buscando certezas en el peor de los oráculos. Porque tu dolencia eres tú mismo y tus límites.
Y aquí estás, rumiando tu desasosiego, masticando el placebo de la consolación en cada caso que conoces, en cada artículo o libro que lees.
A ese famoso escritor una situación como esta le dio “los libros y la noche”. A tal otro, la dudosa gloria de una fama póstuma sin haber vendido un solo lienzo en vida. La galería de tantos enfermos gloriosos y valerosos es más larga y frondosa que los vericuetos del Louvre, el Museo Británico y el del Prado juntos.
Pero tú no quieres, ni puedes, ser un Borges ni un Van Gogh. Ni un Pessoa, capaz de transmutar su tedio y desasosiego en páginas tristes y dulces como un fado al atardecer en Lisboa. Sólo quieres ser como antes, regresar a ese momento en que algo se jodió, y no puedes hacer como en tu ordenador, cuando agotado el antibiótico salvador de Norton o Panda, haces click en “restaurar el sistema” en la fecha fatídica.
Finalmente, lo aceptas, como un toro alanceado. Y en esa rendición está implícito tu miedo a la vida. Porque de ella siempre se puede encontrar refugio, hasta en el Infierno.