Volver a sentirte
La vida tira de mí y no quiero irme. Mis dedos dejan surcos en tu arena y mis manos sangran aferrándose a tus rocas, pero al final la noche me lleva. Solo quedan el rumor de las olas y el viento acariciando las dunas. Siento cómo me alejo y la luz se va ahogando.
Llevo mucho tiempo habitando en la oscuridad absoluta de tu olvido. Llueve dentro de mí. Durante años. Lento. Persistente. De los surcos de mi piel cuarteada brota musgo. Ya se han borrado mis huellas en tu suelo y las palabras que te dije al oído yacen amontonadas, desordenadas, al borde de la marea. Entre la arena seca, piedras, trozos de red y alguna caracola.
En la llanura insondable de mi memoria empiezan a formarse agujeros. Las orugas del olvido devoran día y noche. Engullen feroces mis momentos de felicidad, el dolor y la vergüenza, rostros de seres queridos, nombres, amores furtivos, pesadillas, sueños y fantasías. La luz del amanecer empieza poco a poco a traspasarla, pero es con la luna llena cuando puedo volver a verte. Se asoma a una de mis ventanas sin cortinas y su reflejo sobre el espejo de la bajamar me permite adivinar tus formas.
Luces temblorosas, sombras susurradas, formas sutiles. Sin recordarte apenas, te siento. Sin entenderte, revivo sensaciones. Liberado de las ataduras del recuerdo, vuelvo a enamorarme de ti. De tu luz, tu sonrisa y de tu cuerpo. De tus colores y tus sombras. De tu sol y de tus tempestades. Como la primera vez. Como un adolescente, limpio de cicatrices. Me vuelvo a enamorar de ti porque no sabía que no podía, y en ese desconocimiento febril, puedo.
Y de nuevo te camino sin cansarme. Y vuelvo a reír sin límite ni pudor. Y a soñar día y noche. Asimilé por fin que el amor no necesita comprensión ni memoria. Que todas las anclas llevan cadenas y las etiquetas, cuerdas. Que a la luz te acostumbras y es imposible volver a encender si no apagas antes.