Dualidad
Un manto de transparencia cayó a modo de red sobre mi entendimiento y desperté. Pausada y dulcemente. Sin sobresaltos. La realidad se me mostró nítida como nunca antes. Tridimensional. Los colores adquirieron vida y aparecían vibrantes, al igual que los sonidos y el viento. El viento… Levantaba espumita en la cresta de mis ideas y las hacía ondularse, como mostrando que toda evidencia tiene siempre un ángulo burlón en que pueden volverse, de pronto, del revés. Camino descalzo por la playa y siento el saludo amable de cada grano de arena sobre mi piel. He entrado en sintonía con mi entorno. Con el universo. Conmigo mismo. Puedo percibir amplificado cómo entra y sale el aire de mis pulmones. Cómo cada segundo se renuevan mis células. Sonrío…
He entrado en la dimensión de la claridad. Las puertas de las respuestas se abren de par en par a mi paso y estas se saludan al cruzarse con sus respectivas preguntas. El tiempo pasa sin prisas y sin violencia. Los antagónicos se sientan frente a frente y dialogan para comprenderse. El bien y el mal se reúnen en el canto de la moneda una vez que esta termina su vuelo aleatorio y cae al suelo. Y al tiempo, como en un espectacular efecto dominó, hacen lo propio el agua y el fuego, la risa y el llanto, el dolor y el gozo, la niñez y la senectud. De igual a igual, hasta el infinito. Como cuando un espejo se refleja en otro.
Todo está en nosotros mismos. La más minúscula mota de polvo y la más impresionante de las constelaciones. Todo se refleja en nuestro ser, en cada uno de nosotros está la plenitud y también está la nada. El vacío. Caminamos, sin saberlo, por un estrecho camino entre dos profundos y oscuros precipicios pero ignoramos que somos a la vez el camino y el abismo. Está en nosotros decidir si queremos ser luz o si preferimos ser oscuridad. La densa nada que avanza y nos devora cuando renunciamos a nuestro ser en la inútil tarea del tener y permitimos que esta ansia enfermiza pudra lentamente nuestra existencia, devore nuestra alegría y nos convierta en muertos vivientes. En seres no–vivos capaces de devorar al semejante por poseer, por acumular. Como si fuéramos a ser eternos. No nos damos cuenta de que es así como nos alejamos de la eternidad que sí goza el ser verdadero de cada uno. Ése que cada cierto tiempo va cambiando de cuerpo para seguir vivo, para continuar su camino.
El cielo y el infierno no están arriba y abajo, respectivamente. Están uno junto a otro, frente al otro. Uno en el otro. No es un lugar al que se va. Es un estado en el que se elige vivir. Un estado de la mente que se expande y contamina la existencia en un sentido o en el otro. Que se muestra en los ojos como paz y serenidad o como el fuego de la ambición. Que vuelve torva la expresión y torna la piel grisácea y sin brillo. Así se percibe aunque luzca bronceada y ungida de perfume… Pero que siempre deja una puerta abierta. Ese ángulo burlón al que me refería, por el que se puede pasar al otro lado. Tal vez así fuiste alguna vez o así podrás ser. Y aun así, siempre serás tú. Siempre seguirás siendo tú.