A medias

Txomin Pascual
Todos y todas hablaban de ello a todas horas: con el taxista, en los ascensores y azoteas, con las plantas y arbustos al regarlas, a la hora del té, antes de acostarse, con el marido o amante. Aquí y allá se formaban grupúsculos de gente que hablaba en corro, o se pregonaba a voz en cuello, por la calle. En las salas de espera de los podólogos no se hablaba de otra cosa, y en las esquinas y callejones era fácil encontrar grupos más pequeños que lo hacían por lo bajini, medio a hurtadillas, como tratando de darse importancia y gravedad. Por las alcantarillas era frecuente encontrar el eco de alguna conversación ahogada llevada a cabo en algún lugar, y si levantabas una piedra seguramente no encontrarías nada, pero quizás alguien, un transeúnte o cualquiera, te preguntara por qué lo hacías, lo cual daría pie a una conversación que invariablemente acabaría desembocando allí, en el tema de moda.
 
Los noticieros no lo daban, pero no importaba, pues el boca a boca poseía una fuerza tan avasalladora que traspasaba idiomas y fronteras, razas y religiones, sexos y castas, y no tardó en dar la vuelta al mundo. Además, ¿quién en su sano juicio iba a quedarse mirando la tele o escuchando la radio cuando había tanto que chismear? Todo el mundo quería participar de la borrachera de bulos y supercherías que se extendía por la superficie terrestre. El vulgo andaba entretenido, divertido como el gato con su ovillo de lana. Clases altas y medias y personalidades relevantes también lo hacían, cada cual de acuerdo a su estilo, estos últimos más modosos, fieles a su pundonor, tratando quizá de imponer un poco de cordura y sensatez.
 
Grandes y pequeños, gordos y flacos se apresuraban por las calles y a empellones trataban de hacerse hueco entre la muchedumbre ansiosa agolpada por doquier, hambrienta de actualidad, a la caza de algo que escuchar o revelar. Los más pequeños, aquellos que apenas podían balbucear, dibujaban angustiosos e incomprensibles garabatos, impacientes, como en un vano intento de expresar su desazón por no poder participar todavía de aquello, mientras los ancianos, a la fresca y matamoscas en mano, se lo tomaban con calma o, maldiciendo que aquello les hubiera llegado a edad tan tardía, se apresuraban más que ningún otro, temerosos de que la muerte viniera a buscarlos en mitad de aquel jaleo y los dejara a medias.