Solsticio de invierno

Luis Miguel Coloma

Cae la luz y con ella la vida se acurruca. El ritmo se aletarga y bosteza el dolor. La mente pasa lista a los recuerdos y perdona con dulzura los deslices. El ciclo se va apagando y los ojos contemplan la escena con serenidad, sin rencor. Plácidamente, se dejan inundar de belleza para no dejar espacio a las lágrimas. La existencia amarillea y la naturaleza despliega el frío para que actúe como anestesia edulcorada. Para que la irremisible idea de final quede desprovista de la más mínima muestra de pesar y malestar.

Aun vencido por la noche, que durante meses ha ido restando minutos a su presencia, el sol regala su belleza al amanecer de su día más corto. Como una bella Venus, surge la gran estrella del océano y sube, peldaño a peldaño, entre las nubes del horizonte. Como el último aliento del guerrero, despliega su fuerza para mostrarnos que el final también es hermoso. Se ayuda apoyándose en las montañas para incorporarse y nos sonríe.

El viento sopla. Cae la lluvia. El día nos acompaña y nos abraza. Nos proporciona ese cálido y necesario abrigo para suavizar el vacío que siempre dejan las despedidas. Ni siquiera el espectáculo de los rayos de sol desplegándose e inundando el paisaje provoca que la alegría se desperece, dé un brinco y afronte la vida de cara. Hoy no es el día…

Pero mañana sí. Porque para renacer es necesario morir antes. Porque hay que tocar fondo para poder tomar impulso y salir de nuevo a flote. Si no caen las hojas amarillentas no dejarán espacio en las ramas para nuevos brotes y nuevas hojas, verdes, llenas de vida. Porque así es el ciclo de la vida. Uno nace y muere repetidamente. Termina una experiencia y comienza otra como un nuevo individuo, pero siempre contiene la esencia. Dentro. Protegida en un lugar recóndito del alma. Al socaire de la consciencia y de la inconsciencia.

Y mientras el sol recorre también hoy el arco de su itinerario por el cielo, la vida pasa. Las olitas navegan hasta posarse plácidas en la orilla y las hojas amarillentas vuelan cabalgando en el viento. Juegan a dejarse llevar. Flotan. Fluyen. Viajan a donde nunca pudieron imaginar. Disfrutan de las sensaciones. Nunca se sintieron tan ligeras, tan libres. Siempre estuvieron atadas a una rama. Para ellas el final es una experiencia placentera. Y tampoco las olas lloran. Quizás todos deberíamos observar y aprender de ellas.

El ciclo toca a su fin y da sus últimas bocanadas de aire en forma de luz amarillenta que embellece todo lo que toca. Se despide en paz y agradecido. Sabe que cuando se esconda en el horizonte y el fugaz rayo de luz verde dé paso a la noche más larga, no será el momento de su derrota. Será el nacimiento de una nueva vida. Cuando vuelva a surgir del océano como Venus y a inundarnos con su luz, lo hará como una nueva existencia. Desde el mismo día después de su muerte volverá a nacer. A restarle minutos a la noche. Nuevamente la luz vencerá a la oscuridad. Comenzará un nuevo ciclo que tendrá su más briosa e impulsiva juventud en el solsticio de verano y luego

 

 Luis Miguel Coloma http://islaflipica.blogspot.com.es