Primavérame

Luis Miguel Coloma

Cae como un manto de fresca niebla al amanecer, de esos que limpian el alma del polvo del camino de cada día. Como una lluvia fina para que la hierba se desperece del invierno y brote libre de culpa. Para que las flores se abran y el sol juegue al escondite entre sus gotas desplegando al fin un bello arco iris. Deja correr una suave brisa empapada en salitre para que el olor a mar me despierte, golpeando sutilmente con sus nudillos mi ventana. Permíteme disfrutar por unos minutos de esos que duran meses de esta sensación tan placentera. Que la luz blanca, limpia e intensa del nuevo día irrumpa con firmeza en mi habitación e inunde todas y cada una de las partículas que conforman mi ser.

Que cada mañana entre en mí de esta forma y acabe cada día con el invierno de la oscuridad. Que esa niebla me reinicie, sanando mi dolor y volviéndolo esperanza. Que en su espesura me permita comprender la claridad y en su densidad, la naturaleza efímera de la alegría. Deja luego que la humedad que transporta en forma de humo fresco deshaga y disuelva mis certezas en un largo minuto de sueño, de esos que duran horas.

Que cada amanecer me devuelva al estado inicial y primigenio del nacimiento. Que pueda, al emerger del océano amniótico, entrar despacio y sin arañazos ni magulladuras en el estado doliente de la consciencia. Otórgame con cada amanecer la plena inocencia. Una candidez conceptual que me permita volver a experimentar la vida libre de prejuicios y del dolor de antiguas heridas. Y que este proceso purificador de aprendizaje y desaprendizaje se repita periódicamente, en cada segundo, en cada experiencia, para que pueda crecer sin creencias ni conocimientos lastrantes. Para que pueda volar, libre y sin rumbo, como una pompa de jabón. Navegar en el viento, efímera y feliz. Sin la pesada responsabilidad de tener que perdurar más allá de los tiempos. Sin el ancla de un ego que siembre gruesos barrotes de acero en torno a mi existencia, ni me marque a fuego un código de barras en la frente.

Quiero poder quitarme cada mañana el fino pijama hecho de gotitas de rocío y fresca clorofila. Desnudarme y desordenarme el cabello para salir a la calle flotando en una brizna de brisa marina. Para poder llamar a tu ventana y que me acompañes a juguetear con la espuma de las olas. A escondernos y encontrarnos entre las luces y las sombras de los rizos de la marea. Y que cada día de mi existencia transcurra libre y feliz como el de esas mariposas cuyas vidas apenas duran dos o tres jornadas. Quién fuera una de ellas, que viven y mueren como nacen. Felices. Inocentes. Sin carga. Sin memoria para acumular dolor, agravios y rencores. Con alas para volar y sin muñecas donde ponerse un reloj.

Deseo poder surgir cada mañana de la tierra húmeda como un tierno brote. Despacio. Para qué ir con prisas cuando no se va a ningún sitio. O emerger de una grieta en el asfalto, reivindicando el poder de la naturaleza sobre la devastación humana. Verme pequeño en la inmensidad de un prado eterno y saberme poderoso como la selva. Capaz de devorar las piedras de palacios y recuperarlas para la vida. Así. Cada mañana. solo eso.