Mi isla

Saúl García
Como todos los periodistas, el director del periódico donde trabajo también es una persona con escaso tiempo libre. Lo es y lo ha sido: pasa los días en su despacho de la redacción. Por este motivo no ha podido ocuparse debidamente ni de las noticias ni de la educación de sus hijos. El pequeño, que estudia Bellas Artes, forma parte de un colectivo cuyo referente es un artista filipino que ha tenido la feliz idea de pasar sus vacaciones en la Isla. El niño le ha dicho al padre que no puede perder la oportunidad de entrevistarlo y el padre me lo ha dicho a mí, que termino contrato la próxima semana, de forma más educada pero con idénticas posibilidades de eludir el encargo.
 
Para disimular, la ‘percha’ informativa consiste en que su obra más conocida, una “especie de collage en blanco sin marco”, según definición del director, se titula enigmáticamente ‘Mi Isla’. La entrevista es a las cinco en el hotel donde se aloja el artista, que lo ha escogido expresamente por su original arquitectura. Es agosto, la redacción parece un ministerio cualquiera y no hay un solo fotógrafo disponible. Se lo digo y me contesta que da igual porque el artista no permite que le saquen fotos pero que intentará mandar a un amigo de su hijo, medio artista, que está en prácticas, para sacarle la espalda.
 
A la cuatro y media tecleo en google el nombre del artista y echo un vistazo a su escasa obra. Apago la luz para apreciar bien la pieza ‘Mi Isla’. No es un problema de iluminación. A menos veinticinco salgo para el hotel y a menos cinco estoy sentado en los jardines del vestíbulo. Alabo el gusto del artista al no decantarse por estudiar Arquitectura. Aparece un joven asiático vestido completamente de negro: botas negras, pantalón largo negro con veinte bolsillos, gorra negra, gafas negras y chaleco negro sobre un jersey negro bajo el que asoma el cuello blanco de una camisa. Del hombro izquierdo cuelga una cámara de fotos. Debe haber unos 30 grados a la sombra. Los artistas son así.
 
Le saludo y me presento, le pregunto si le gusta la Isla y que si no le importa, comenzamos la entrevista. Hablamos de su formación, sus inquietudes y su obra. Me sorprenden algunas de sus respuestas. Contesta con monosílabos y no hay forma de que enlace dos frases seguidas. No para de hacerme fotos. La entrevista no avanza, pero hago dos preguntas más y calculo que ya tengo para rellenar la media página que me ha dejado el redactor jefe de cultura, pero me falta el titular.  
—Su obra más conocida es ‘Mi Isla’. ¿Cuál es su isla particular?—le digo a la desesperada.
Pone  cara de interesante, se lo piensa, levanta una ceja y se muerde el labio inferior.
—Mi isla —me dice—son mis cómics, mis dibujos, mis relatos y mi play station; el resto es el océano de la incomprensión humana.
 
Apago la grabadora y me despido. Me alcanza y me pregunta si le puedo llevar a la ciudad, así que salimos juntos del hotel. Delante de la puerta giratoria, a pleno sol, hay un turista con cara de filipino comiéndose un helado y vestido con unas bermudas, una camiseta de tirantes y una gorra del Loro Parque. Me percato en ese instante de que el fotógrafo no ha llegado, escondo la grabadora en el bolsillo y pienso que es un tiempo extraño este que nos ha tocado vivir y que el director del periódico tendrá que decidir cuando se publique la entrevista donde hay más autenticidad, si en su trabajo o en su familia.