Consciencias

Luis Miguel Coloma

El buceador que se sumerge en el profundo y oscuro océano, cuando regresa a la superficie la ve como una extensión de tierra, azul o plateada, pero móvil. Es la otra cara de una realidad que pasa porque es la habitual, pero que es igualmente bella y fascinante. Asciende desde el negro abismo. Avanza hacia la luz y la falta de aire le impide disfrutar de esa maravilla dinámica. De hacerlo plácidamente… Sí. Es así siempre. Se sube rápidamente y con el oxígeno al límite de terminar. La falta de aire se confunde por unos segundos con ese sentimiento entre terror y atracción ineludible que genera el índigo infinito del océano. Un miedo atávico que impulsa hacia la luz y que supera el deseo por seguir contemplando la belleza que se deja atrás.
Y cuando la atraviesa, cuando la rompe brusca y violentamente buscando una bocanada de aire, ya ha cruzado hacia la otra realidad. La común… La que está a este lado. Ésa que normalmente no admiramos porque la damos por hecha, por recibida y por merecida. Ésa de la cual casi ni caemos en la cuenta porque estamos obnubilados ante el misterio de lo que no conocemos. De lo que no vemos. De lo que no tenemos. De lo que no controlamos… ¿Y cómo de fina es esa barrera que separa mundos tan rematadamente diferentes?
No importa cuántas veces rompamos con nuestro cuerpo ese tenue himen que es la superficie del mar. Porque es infinitamente generosa y nos permitirá entrar una y otra vez como si fuese la primera. Nos recibe y nos envuelve. Nos abre la puerta con la sonrisa de la Gioconda, porque sabe bien que cien o mil veces después, ni siquiera habremos caído en la cuenta. No conquistas el mar. Es el mar el que te conquista a ti. Es él quien penetra en tus pensamientos. Quien te cautiva y te quita el habla… Quien te deja sin respiración aun estando en tierra.
Es como el sueño. En él te sientes ingrávido. Flotas a merced de corrientes que no necesitas ver, ni conoces ni puedes controlar. El sueño es una dimensión líquida y en ella los movimientos son más suaves y armoniosos. Porque el tiempo pasa a una velocidad discontinua. Nos posee, nos mece. Nos retrotrae al origen. A un tiempo antes del origen… Es un estado intrauterino de la existencia al que podemos volver cada noche. Un préstamo maravilloso…
Sin embargo creemos, estamos convencidos, de que la consciencia pertenece al día. Que ésta habita en esa rueda endiablada en la que se ha convertido nuestra realidad. En la razón. En el sueño de la razón… Junto a los monstruos que crean nuestras culpas y miedos. La consciencia es supuestamente ese espacio en el que vivimos acechados por ellos. Por la incertidumbre sobre las posesiones materiales. Es, tal vez, esa zona de confort a la que vivimos aferrados, dejándonos hasta las uñas en el intento de que nada ni nadie nos arranque de ella.
¿Por qué ni siquiera contemplamos la posibilidad de que la consciencia esté realmente al otro lado de esa superficie móvil, azul por un lado y plateada por el otro…? En la otra orilla del despertar. En el sueño. En el agua. En el útero que nos protege de todo mal. Que nos quiere y que nos cuida. ¿Por qué no abrigamos la opción de que el estado consciente no es el del terror que crea nuestra mente? Que en él no hay ni tiene por qué haber monstruos. Que es un espacio armonioso y no ese cuadrilátero de lucha y competencia permanente y atroz que nos han enseñado, que nos han inculcado. ¿Por qué…?