El color de la sangre
Leo un comentario en una de esas amistades de caralibro que “la única sangre azul que conozco es la tinta con la que escribe el librepensador”. Y no puedo evitar pensar en ese incomprensible deseo que tiene mucha gente por registrarse en “la nobleza”, dando patente de derecho y de existencia a la troupe de elegidos por Dios para fines mayores y magníficos: reyes cuyo origen siempre es algún tipo de traición o negocio, bandidos dedicados al pillaje, corsarios dignificados por monarquías e imperios beneficiados de sus fechorías, y así un largo etcétera de “nobles” que han llegado hasta nuestros días imponiéndose con el miedo al hambre, a las guerras, a la muerte y a sus terribles dioses vengadores, hechos a la medida de sus desenfrenos, que les bendecían y legitimaban la servidumbre sexual con el derecho de pernada o Ius primae nocti. Abuso sexual que en los ámbitos hispanohablantes llegó a estar presente hasta hace pocos días por parte de cualquiera que detentara el poder (hacendado, cura, etc.) y se creyera con los mismos derechos del macho alfa de una tribu de chimpancés; herencia de los privilegios señoriales de la Edad Media.
No estoy seguro de que “el librepensador” quiera dar una importancia sublime al color del mineral líquido que utiliza para registrar sus voces y menos que lo eleve a la condición de sangre a pesar de la ingente cantidad de veces que la literatura metaforiza en ese sentido; tiendo a pensar, que pese a la vital importancia de la existencia de la escritura y del libro que guarda en el tiempo el pensamiento, escribir puede resultarle una pérdida de tiempo, un acto engorroso que no llega a salvar del todo aquello que le bulle en la cabeza. Creo que igual que Goethe, en su agónica demanda, exclama “¡Luz, más luz!”, el pensador pide al reguero de tinta y a la escritura: “¡Precisión, más precisión!”. No me resulta del todo imposible que el propio Goethe exclamara tal demanda en más de una ocasión. Las herramientas y las técnicas son hábiles extensiones de nuestra capacidad natural y orgánica, pero en muchas ocasiones no ejecutan las órdenes con la precisión de nuestro requerimiento.
Me he acostumbrado a la sangre roja. Mi princesa azul debió irse con otro o murió de esa misma enfermedad (de ser azul y endogámica). Si la sangre fuera un líquido trasparente ya me parecería flojera; negro me resultaría tenebroso o fúnebre; amarillo o verde clamaría purulento o extraterrestre… azul ¿un anticongelante?, ¿el icor sublime de los pitufos?
Pese a haber escrito un libro que se llama El príncipe Tiqqlit y usar términos inducidos como “mi reina” o “mi princesita”, me declaro tremendamente contrario a la majadería de la existencia real de esos seres y los acepto (probablemente por inconsciencia o inmadurez) en un plano de lo maravilloso y lo mágico, solo aplicable a los cuentos tradicionales... ah, también acepto a la abeja reina, pese a la perversión de la palabra. Al fin y al cabo una parte nada desdeñable de los habitantes de este planeta hemos sido educados o abducidos desde la infancia con estos cuentos. Sería una lástima, una enorme y terrible responsabilidad, que la existencia de estos cuentos fuera la causa que legitimara a esa cohorte de fabricantes de papel cuché que a menudo se viste de cascanueces pero con menos solemnidad musical y poca elegancia “balletista”.
Nosotros, los encachazados por el sol, que no tenemos poder ni medios para resguardarnos de las inclemencias políticas ni climáticas; los que no nos refugiamos en privilegios obtenidos por la espada, el cañón y las mentiras, tenemos la sangre roja… igual que ellos, aunque se les ocurra afirmar que pertenecen al secreto Priorato de Sión y ser descendientes de Jesús de Nazaret, de Magdalena y su sangre Real, el Santo Grial (“Sang Raal”), es decir: la sangre verdadera o sangre real. Yo, como no tengo aspiraciones merovingias y soy más básico, tiendo, torpemente, a pensar que tal vez alguien pueda tener la sangre azul si se tragara un bolígrafo.