Reloj de arena

Luis Miguel Coloma

El tiempo es una de esas cosas de la vida a la que nos hemos rendido irremisiblemente, dándole un poder insoslayable. Rindiéndole una admiración totémica. Nos hemos convertido en sus siervos hasta el punto de que se nos va la vida mientras corremos para adelantarnos a tirar pétalos de rosa a su paso. Total, para nada… Luego hay que esperarlo. Llegado el momento pasa, y mucho de nosotros mismos avanza con él. Lo que esperamos se acerca o se aleja. Cura el dolor y limpia el aire para otorgar la necesaria perspectiva que precisamos para entender, para aprender; y también aplica con sabiduría el karma para que seamos capaces de encajar nuestras miserias.

Hemos sido capaces de asimilar todo eso, pero seguimos sin entender bien cómo se produce eso tan fascinante que es el paso del tiempo. Nos lo tradujeron a unidades marcadas por el mecanismo de unas manecillas que giran sobre una esfera con números y entendimos su tránsito como el desplazamiento de esas pequeñas agujas metálicas. La cosa se complicó con el tránsito a la era digital porque entre un número y otro cabe el abismo de la nada, el vacío emocional de los códigos binarios. Nos rendimos a la precisión y nos alejamos una vez más del sentido del paso del tiempo. Segundos, minutos, décimas… ¿Y por qué no granos de arena? ¿Por qué no gotas de agua? En este caso, puedes ver cómo se forma. Cómo agranda su tamaño, el brillo de su curvatura, su caída y la magia de su sonido. Ha ocurrido algo tan sencillo como fascinante. Sin embargo, seguramente tendrás la tentación verbal o mental de convertir este fenómeno de la naturaleza en un frío dígito.

También puede caer como arena, de un globo de fino cristal a otro. De manera uniforme. Siempre en la misma cantidad, vas viendo cómo se desplaza. Cómo fluye… Mientras, pueden ocurrir otras cosas como una partida de ajedrez. Un tempo que puede prescindir de los minutos y los segundos porque la igual medida de tiempo es sólo una forma de respeto al rival.

Un tempo que está en nosotros mismos cuando somos capaces de desprendernos del reloj y disfrutar de lo que sentimos en cada momento. Nos convertimos en nuestro propio reloj de arena cuando nos respetamos y nos damos el o los momentos que nos corresponden. O bien lo es el mundo en el que habitamos. La duna en la que descansamos, el paisaje por el que caminamos. El dolor por una pérdida, la espera de la persona deseada, o las dificultades en las relaciones con aquéllas a las que queremos… Estas situaciones no entienden de segundos ni de horas, pero serían más llevaderas si entendiéramos el paso del tiempo como un proceso revelador y curativo. Depurativo. Capaz de restablecer el orden y de hallar el equilibrio. Porque sólo el tiempo sabe cuál es el momento idóneo para cada cosa.