Palabras abandonadas

Luis Miguel Coloma

Como pequeños instantes de consciencia en días de absorta ausencia. Porciones de gélida realidad en una existencia onírica y feliz. Así somos las personas. Como islas en un océano extenso y profundo. Aunque estemos rodeados de otros miles de terruños, somos unidad indivisible cercados por una burbuja líquida y ligeramente salada como las lágrimas, que a la vez nos protege y nos aísla. Nos une y nos separa. Como átomos. Como planetas. Nuestra naturaleza insospechada se refleja en el universo, en lo diminuto y en lo inabarcable. Y entre esa isla que somos cada uno y la siguiente, un necesario margen de vacío. Un espacio inhabitable que, como cordón sanitario, preserva de forma estanca el silencio inviolable de nuestras profundidades. Continentes tallados en el hueso de una aceituna. Puertas y ventanitas en el vasto océano que guardan historias, risas y lágrimas, secretos inconfesables… Y a su vez, también somos islas dentro de nosotros mismos.

Palmas de manos unidas y abiertas nos sostienen como alas de mariposa y hacen un ímprobo esfuerzo por mantenerse inmóviles para que creamos estar en tierra firme. Sin embargo, cada cierto tiempo, el viento de la noche sopla fuerte en su oquedad como si fuera vela de cumpleaños y, sin pedir ningún deseo en particular, separa las dos entidades de nuestra esencia. Nuestra materia volátil sale despedida y se detiene en un segundo y un punto aleatorios. Sin inercia. Permanece detenida, flotando a medio camino entre las olas y las estrellas. Queda como una pompa de jabón dormida, estática, presa de un profundo encantamiento. Mientras, las excepciones de tierra en las que habitan nuestras almas, se liberan de su compromiso con el planeta y con el océano y levan anclas.

Mientras duermes, las islas flotan y navegan. Se elevan del agua y juegan a ver cuál aguanta más tiempo suspendida en el silencio, cuál es capaz de estar más en silencio suspendida en el tiempo. Cuando ese letargo profundo no lo sea tanto y en un frágil estado de duermevela logres burlar a la consciencia, podrás presenciar realidades fascinantes. Con la excitante furtividad del fisgón verás, con los ojos apenas entreabiertos, que la gravedad es una fuerza ilusoria. Sentirás el mar que te rodea como cálido y confortable líquido amniótico. Olitas de citoplasma rompen plácidas en tu playa y en su lentitud se vuelven niebla. Tú te sientes a veces núcleo, a veces electrón libre en ese átomo que sabes que eres, tal vez menos, en la inmensidad del cielo.

Cuando vuelvas a ti ya no recordarás nada. Ése es el pacto. La tierra volverá a ser firme y el mar, azul, te abrazará por completo. Feliz y relajado como el dulce despertar de una mañana de domingo, sentirás entonces empatía y amor por todas y cada una de las existencias, conocidas o ignotas, que comparten tu realidad. Estén fijadas o no al fondo del océano. Y cada noche le guiñarás un ojo a la luna, pero te cuidarás de dejar tu isla bien atada a puerto. No sea que al regresar de tu sueño ésta aún no haya vuelto y te caigas directamente al vacío.