EAT THE POOR
Hace trescientos años, lustro arriba, lustro abajo, Jonathan Swift se paseaba por las calles de Dublín con la peluca pulcra y bien plantada y sus ropas, aunque austeras, impecablemente arregladas. Sin duda su paso era firme y su porte erguido, como solo cabría esperar de quien era Deán de la Catedral de San Patricio y autor de los ya entonces inmortales Viajes de Gulliver. Un día nuestro héroe avistó una mendiga que, con paso incierto y cubierta de harapos, encabezaba una larga fila de harapos cubiertos de moco y pulgas y rellenos (presuntamente) de famélicos niños. Swift (hombre, deán, tocado por la Gracia de Dios), se conmovió. Swift (escritor, adalid de Irlanda, acreedor del favor de los hombres), entró en combate. Poco después alumbraba, es de creer que no sin dolor, su magnífico ensayo Una modesta proposición. La propuesta partía del hecho incontestable de que los hijos de los pobres son una carga para sus padres y para el Estado, y se fijaba como objetivo acabar con el hambre y la pobreza que asolaban Irlanda. Ahí es nada. El plan de Swift, audaz como pocos, puede resumirse así: que los hijos de los pobres sean vendidos a los ricos como manjares. Ñam, ñam. Nutritivo y delicioso. Niños estofados, niños al horno, niños a la plancha, niños con guarnición. Rico y con fundamento.
Afortunadamente Swift era un tipo muy, muy serio, por lo que nadie en su sano juicio se tomó en serio su propuesta.
España 2015. Jonathan, ¿estás ahí? Háblame, por favor. Ilumíname con tu luz. ¿Por qué no me dejas en paz? ¿Qué quieres que haga yo con esta absurda propuesta tuya? Me da igual si lo entiendes o no, hoy en día los niños tienen derechos. Sí, incluso los hijos de los pobres. Tal vez no esté escrito en ninguna parte, pero estoy casi seguro de que los niños tienen derecho a no dar con sus magras carnecitas en el horno. Además a los ricos no nos falta qué comer. Nuestras tiendas están llenas de manjares, y los miércoles y sábados vamos a cenar a Londres o a París. ¿Por qué no aceptas que nuestro país sí funciona? Jonathan, ilumíname o calla para siempre. Aparta de mí ese dedo acusador. Desde mi atalaya de emigrante soy ajeno a cualquier dolor que no sea el mío propio. Aún puedo ver el mar y las montañas, pero la luz del sol me duele. Yo no soy como tú, no estoy preparado. ¿Por qué insistes en que vea la pobreza? ¿Qué culpa tengo yo si mis ojos se secaron de tanto mirar pantallas? Jonathan, yo ya he pagado mis deudas. No tengo patria ni raíces. ¿Por qué habrían de importarme los pobres de España? ¿Qué son ellos para mí? Yo no les pedí que fueran pobres. No les pedí que vinieran ni les pido que se queden. No me consta que tengan nombre y no podría reconocerlos aunque quisiera, porque hoy todos vestimos harapos. ¿Tienen Inteligencia? ¿Sentimientos? No hay estudios concluyentes, aunque he de decir, Jonathan, que yo tengo mi pequeña teoría al respecto. Porque ¿quién, con dos dedos de frente, lucharía por conservar un hijo a quien no puede alimentar? ¿Qué espíritu noble, qué corazón generoso, obligaría a los niños a vivir sin un techo sobre sus huecas cabecitas llenas de sueños vanos? ¿A qué bien mayor sirve un desahucio?
Jonathan, no puedo más. Sal de las sombras y grita conmigo: “Sabemos que estáis ahí, acechando, esperando el momento de morir, sin ruido o con ruido. Conservad vuestra casa y vuestro bono transporte. Evitadnos el sonrojo de veros rebuscando en los contenedores. Vuestro mayor activo es vuestra gente. Pobres de España: ¡vended a vuestros hijos! ¡Vended, vended, vended, malditos!