Nº 31
Aitas
En todos los patios de colegio es habitual presumir, discutir y pelear por quién tiene los mejores padres del mundo. Muchos de esos niños, por lo general, esgrimen furiosos profesiones y posesiones exageradas. La cima del debate se alcanza cuando el más repelente concluye con el mítico: pues mi padre, pues mi padre... es... es policía...
Luego, pasan los años y para muchos de esos niños los padres pasan de super héroes a super nadas.
Yo, por el contrario, reto a cualquier niño de cualquier patio a tan apasionado debate... mis padres no son policías, mis padres son... mis padres son... la hostia.
Mis padres jamás me hablaron de dios, me hablaron de los hombres, respetaron y compartieron mis sueños combatiendo y ahuyentando cualquier tipo de fantasmas. Me enseñaron a reconocer las mentiras y a señalar sin miedo al mentiroso, a respetar al diferente y a diferenciar al codicioso. Son buenos pero no ingenuos, tienen clase pero no son clasistas, aconsejan pero no imponen y son tan respetuosos como respetados. Nunca juzgaron a mis amigos, novias o amantes, por eso nunca admití que otros padres me juzgaran. Vivir y crecer bajo su paraguas resulta realmente sencillo, su confianza me ha permitido alcanzar y saborear situaciones, experiencias y lugares para algunos inaccesibles; siempre me han protegido y cuidado, pero jamás mimado.
Este privilegio, en ocasiones, me hacía sentir un poco culpable, me resultaba difícil digerir que todas las familias no fueran iguales. Recuerdo subir a casas de amigos donde lo único que veía de sus padres era la silueta frente al televisor y el silbido solitario de una olla a presión. Familias de color gris, pequeñas dictaduras de coñac, ronquido y sofá, hogares autoritarios con olor a pensión. Casas decoradas con souverirs, fotografías de boda y calendarios. Casas donde se salía de ellas sin despedidas.
Hay privilegiados que se otorgan el mérito de ser “lo que son” y presumir de lo lejos que han llegado en la vida, pero muchos de ellos tienen para mí el mismo mérito que cuando cagaban su cuna de oro siendo bebés. Para muchos otros el escenario de la infancia les tenía preparado otro guión.
Mis padres, afortunadamente, jamás han sido policías.