Nº 39

Fernando Barbarin

Mi abuela era muy joven, muy guapa y muy viuda. Aún la recuerdo acicalándose en su viejo cuarto de baño. Yo esas ocasiones las aprovechaba para entrar en su dormitorio y observar la foto que tenía sobre su mesilla. Era mi abuelo. Yo era un niño y ese desconocido... me miraba. Falleció durante la noche en esa misma cama, cuando dormía. Lo que más me impresionaba era observar la almohada mientras mi mano la sobrevolaba. Ese momento místico se desvanecía con el sonido que emite un inagotable bote de laca. Dejaba el portarretratos en su lugar y salía de la habitación como un profanador asustadizo. Era mi primer no vivo.

Tras la espera llegaba mi turno. Yo entonces procuraba mantener el equilibrio mientras mi abuela, con tanta colonia como determinación, luchaba por alisar mi indomable remolino. Finalizada la ceremonia, ya estábamos listos para ir al médico. Ella elegante, yo como un repeinado niño de San Ildefonso.

Con el paso del tiempo era a ella a quien había que cuidar y acompañar... igual de elegante y coqueta pero con más arrugas y encorvada.

Sus últimos años no fueron fáciles. Una pérdida la marchitó definitivamente; sufrió el dolor que pocas madres conocen. Aquella mujer que me llevaba de la mano con paso firme y seguro se hizo pequeña. Cuando la visitaba, me la encontraba sentada sobre una caja llena de recuerdos esperando la última mudanza, el último viaje.

Si algún día decides irte, cuenta conmigo—, le ofrecí en un momento de intimidad.

Fernando, la verdad es que me da miedo pensarlo. Pero te confieso que lo que realmente temo es llegar al final de mi vida en las mismas condiciones físicas que mis hermanas. Si se diera ese caso... sí—.

A los pocos años de esa conversación mi abuela sufrió un ataque. Los médicos nos advirtieron de que, si sobrevivía, lo haría con secuelas irreversibles. Yo decidí entonces y por mi cuenta, cumplir con mi compromiso. No consulté con familiares, ni tan siquiera con mi padre; tan solo hablé con una amiga. Me indicó la manera más segura de hacerlo... tanto para mi abuela como para mí. Ante las leyes españolas no iba a materializar un acto de amor: iba a cometer un asesinato.

Esa misma noche falleció en la cama del hospital, de manera natural, sin mi mediación.

¿Qué hubiera cambiado? ¿He cometido un delito de tentativa de homicidio? Lo escribo sin recibir asesoramiento jurídico, lo escribo porque no temo las consecuencias sociales, lo escribo porque decidir cuándo dejar de vivir es un derecho y no un delito.

El crimen se comete cuando alguien fallece por falta de asistencia, recursos o tratamiento. Lo paradójico es que, para los responsables de todas estas muertes, el código penal no les reserva ni un triste párrafo.

La vida no es un don ni pertenece a ningún dios, la vida es arroyo y fango, porque la vida en muchas ocasiones duele. Los que pretenden salvarnos desprecian nuestra vida, la que no comprenden y temen. Nos golpean con su ideología camuflada en leyes redactadas y encuadernadas por togas de otro siglo.

No dejamos de ser una manada de neandertales asustados bajo una tormenta eléctrica. Como no entendemos la muerte no comprendemos la vida, y eso permeabiliza nuestras mentes ante el adoctrinamiento. Yo no sé de dónde venimos ni a dónde vamos, me da igual; lo que yo quiero es quedarme y que los que quiero no se marchen. Pero respeto profundamente a quienes por diferentes circunstancias decidieron manejar sus tiempos poniendo fin a su vida: no son valientes ni cobardes, ni lucharon para no morir, ni huyeron despavoridos para salvarse; simplemente entendieron que la vida, si no la usas, es mejor tirarla. Así de sencillo.

No hablo de malos resultados académicos ni de alteraciones emocionales. Hablo de para quienes la vida duele tanto que deja de ser vida, de quienes tienen más motivos para irse que para quedarse.

Otros, entre tanto, los siguen condenando a vida.