Nº 20
Tengo un perro que come moscas, ronca y se tira pedos. Entre sus grandes pasiones destaca la de ladrar inexplicablemente a ciertas piedras y forcejear tenazmente con su peluche... lo sé, no es el más listo de la camada y eso lo hace entrañable, me cae tan bien que ha terminado por convertirme en su mascota. En una ocasión me preguntaron el motivo por el que tenía perro: dulce y tierno contesté que me “encantaban” los animales. Pensándolo detenidamente la verdad es que es mentira, tengo un perro por la razón que otorga el egoísmo; tengo un animal porque soy un animal, soy tan animal que como otros animales, soy tan egoísta que me entristece sobrevivirle. Lo único cierto es que mirarlo me hace feliz y acariciarlo más humano.
La instrucción de ciertos ejércitos pasaba por convivir en los barracones con diferentes cachorritos para posteriormente, cuando el cariño empapaba los uniformes, degollarlos lentamente. Con este ritual comenzaba la deshumanización de los futuros “guerreros”. Un cerebro capaz de maltratar es capaz de torturar y un cerebro capaz de torturar es capaz de asesinar. No quiero detenerme en las repugnantes y arraigadas fiestas populares donde el disfrute está basado en la sádica y patológica tortura de indefensos animales, tengo la certeza de que semejante anacronismo avergonzará a generaciones venideras.
Creo que pocas cosas son tan desoladoras como la mirada penetrante y aterrada de un animal torturado, maltratado o abandonado; es la mirada de un náufrago sin auxilio, la expresión de la incomprensión, la fotografía de la inocencia… es la mirada humana de los animales, desgraciadamente es la idéntica y desgarrada mirada que se puede encontrar en demasiados rostros humanos.... miradas contrapuestas a la miopía e indiferencia de ciertas conciencias apáticas de sociedades disfuncionales, así la injusticia se alimenta por nuestra incapacidad de empatizar con el sufrimiento ajeno...
... les dejo, alguien se está comiendo mi zapato.