Las perlas de Eufemia Montelongo

José Ramón Betancort Mesa

En este orden de cosas llegó Eufemia a finales de octubre. Fue entonces cuando los hechos se precipitaron a partir de la noche en que cayó un chaparrón de improviso sobre Arrecife, anunciando la inminente llegada de un otoño de días caprichosos. Esa madrugada, ella no pudo salir al patio a orinar, como lo hacía por costumbre bajo el escuálido limonero que sobrevivía a duras penas cerca del pequeño aljibe del traspatio. Por eso, aquella noche acabó meando en una escupidera que había sido de su fallecida madre y que todavía guardaba debajo de la cama.
A la mañana siguiente, tras el ritual de eliminar la costra del paladar, Eufemia se levantó dispuesta a deshacerse de los orines nocturnos de la escupidera y relingarlos en el muladar de detrás de su casa. Pero afortunadamente no lo hizo. Cuando se disponía a lanzarlo, descubrió para su asombro una perla diminuta en el fondo de la bacinilla.
Fue una revelación extraordinaria. Había agitado la escupidera para tirar su contenido cuando se percató de un ruido raro, como si hubiese un objeto metálico en el fondo. Lo miró a contraluz y vio un destello diminuto que le llamó poderosamente la atención. Era algo que parecía un objeto de cristal. Sólo cuando se detuvo el meado en movimiento, Eufemia comprobó que se trataba de una perla.
La sacó de la bacinilla y, tras limpiarla y lavarse bien las manos en el balde del aljibe, corrió al joyero de su abuela para comprobar que ninguna de las perlas del collar heredado de su madre se había soltado ni que tampoco se había caído ninguna del juego de zarcillos que su abuela había encargado engarzar para ella con motivo de su Primera Comunión. Todo estaba en su sitio e intacto.
Aquella perla era nueva y no tenía nada que ver con las otras. La colocó con cuidado dentro de un pañuelo y la dejó dentro de la mesilla de noche de su habitación. Allí duró poco tiempo, porque a cada instante iba a buscarla para mirarla y sorprenderse con aquel inverosímil descubrimiento que había aparecido dentro de la escupidera.
No entendía absolutamente nada. Estaba consternada. No pudo ni mantener la calma para ponerse a rezar ante el extraño advenimiento. Y apenas pudo recobrar la paz cotidiana en la que entretenía el discurrir monótono de sus días. Cuando se acostó, recordó que apenas había comido nada durante el día. No le dio importancia a aquel ayuno involuntario y deseó con todas sus fuerzas poder conciliar rápidamente el sueño, para no volverse loca.
A las dos horas de estar acostada, se levantó presa de una excitación nerviosa y con la completa certeza de que lo de la perla no era un hallazgo fortuito que había aparecido por inspiración divina en el fondo de la escupidera. No. La perla, para maravilla del mundo, era el fruto inconmensurable nacido de su propio ser, como si ella misma tuviera una ostra dentro de su propio organismo. Desde luego, visto así, aquello no tenía nombre.
Sobresaltada por aquella extraña revelación anatómica de su propio cuerpo, Eufemia se levantó descalza de madrugada y fue al limonero, iluminada con una vela sobre una anciana palmatoria de latón. Sin importarle absolutamente nada la hora que era, se arrodilló sobre el suelo de tierra apelmazada y se lanzó a una búsqueda desesperada. Fue así como descubrió asombrada que todo el perímetro alrededor del esquelético arbusto estaba completamente lleno de pequeñas perlas que aparecían con sólo pasar la mano sobre la tierra.