EL MAR DE FÉLIX

Félix hormiga II

 

Entramos al pueblo, se podía apreciar una loma con varias hileras paralelas de edificios de arquitectura popular y bajo ella una zona llana con el resto de las pocas calles.
Marcial era el que conducía y el motivo de nuestra visita, allí había nacido y seguía viviendo gran parte de su familia.
El pueblo empezaba con unas casas pequeñas aisladas y luego una calle ancha donde terminaba la loma, nosotros nos desviaríamos hacia la izquierda, donde los edificios estaban apelmazados y envenados de estrechas calles, por eso popularmente se le llamaba la kasbah, La Kasbah del Llano.
Nada más entrar al pueblo, Marcial nos fue indicando que las casas del pie de la loma eran amplias viviendas, aunque no de más de dos plantas. Señalaba con la mano y nos decía:
−En aquella de allí que tiene dos chimeneas bizantinas está la ciudad de Petra y dos más allá está el mausoleo más importante de Samarcanda, lástima que la cubierta mayólica fuera pintada de blanco por su propietario; detrás justo de Petra, hay una vivienda totalmente cuadrada cuyo techo es un primitivo y original mirador de la Alhambra de Granada, dicen que lo regaló un rey de España, aunque también se dice que luego se arrepintió porque tenía un compromiso con un rey o quien mandara en Alemania y allá está en el Museo Pérgamo, en La Isla de los Museos de Berlín; así que creo que aquí dejaron una réplica. ¡Bueh!, en todas esas casas de la loma está lo más importante y artístico del mundo, lo que pasa es que nadie se entera. Hay hasta una célula de la CIA, encubierta en un obrador que hace unos cruasanes de escándalo.
Nosotros escuchábamos atentos y pese a los cambios de dirección seguíamos con los cuellos torcidos mirando hacia la loma, a ver si descubríamos algo más. Yo miraba y me preguntaba: ¿cómo coño metieron Petra en una casa de dos plantas?, pero al poco le quité importancia, pues al fin y al cabo todo es posible. Recordé a un casi amigo arqueólogo que compró una vajilla completa de Príncipe Alberto y con un orden exquisito fue rompiendo las piezas y metiéndolas, con una foto de cada, en cajas de madera con un tratamiento especial para que el tiempo no las arruinara. Luego las cargó en su furgoneta y sin soltar prenda las enterró. La acción, según él, era iniciar lo que podría llamarse arqueología de futuro. No habría que hacer trabajos exhaustivos, pues ya en las cajas está registrada la fecha de fabricación y en la propia porcelana los sellos de la empresa. Yo le dije que me sonaba haber leído algo parecido, pero él le restó importancia.
−Cuando vengo aquí, siempre traigo el coche pequeño, porque el todoterreno no entra, −alegó Marcial mientras abría las manos, señalando el ancho de la calle, como si no fuera evidente.
Se detuvo y bajó del coche, diciéndonos: “esperen un momento”.
Entró en una vivienda que tenía la puerta abierta y comenzó a exclamar nombres. Lo perdimos de vista. Yo también bajé al tiempo que una señora mayor salía de la casa de enfrente. Vestía totalmente de negro y llevaba la cabeza descubierta y rapada, me miró y nos saludamos parcamente, luego volvió a entrar en la casa. En el frontis del hogar donde entró Marcial había, cercano al remate de la azotea, un tercio longitudinal de un barquillo como de seis metros, pintado de negro, desde la quilla hasta la tapa de regala. Al distanciarme para contemplarlo mejor descubrí que, pegado a la casa de donde había aparecido la mujer rapada, había dos mujeres, muy mayores, tapadas con ropones negros y sus cabezas cubiertas con unas capuchas. En toda su ropa se advertía un cosido burdo de hilo gris. Saludaban con los ojos, pequeñitos, agazapados en un destello de resignación o de belleza. Las dos, al mismo tiempo, me señalaron con sus manos un pequeño cuarto. Miré hacia el espacio sugerido y vi una gran mesa llena de maquetas de barcos de pesca, todos negros menos sus velas, unas izadas y otras recogidas, todas del color blanco cuando envejece y se agrisan o marfilean. La más bella flota que haya visto nunca. Miré a las ancianas que no quitaban los ojos de mí y no pude evitar llorar.
−El mar se fue cuando nuestras abuelas eran niñas −, dijeron.
La voz de Marcial me sacó de aquella especie de ensoñación. Me despedí de las mujeres y ellas lo hicieron sonriendo.
−Nos vamos, los viejillos están bien. Ahí están tejiendo redes.
Salimos de La Kasbah del Llano, y mirando el páramo áspero y desierto me costó pensar que allí en un tiempo hubo mar. Claro que si en las casas de la loma estaban las portentosas maravillas del mundo, cómo no iba a estar el mar en los viejos rederos y en las mujeres abisales, cuidadoras de la gran flota.
Nunca he recordado quiénes eran los dos del asiento trasero.

Texto: Félix hormiga / ilustración: atchen pounapal