EL PLUMÍN
Damián Villalba Morales firmó el papel con su nombre completo, una cordillera escarpada de líneas que remató con una raya por debajo y un punto final que taladró el papel y dejó al plumín seriamente averiado.
−Perdón, dijo mirando el metal dorado.
−No importa, tengo otro por aquí, dijo el funcionario abriendo una de las gavetas de la mesa y agregando: aquí se estropean con facilidad.
Le faltó argumentar qué quería decir con “aquí”, pero Damián no era tonto y supo que el funcionario le estaba diciendo justamente lo que decía: aquí es “aquí”, no allá, de donde él venía, de donde traía ese acento correcto que procuraba noviazgos entre los de arriba más rápido que volando, aun sin haber sacado sus pertenencias del baúl del viaje. Los de allá que saben escribir sin dañar plumines y sin rasgar papeles, los que escriben del modo en que liban los colibríes.
−Mire, ¿sabe lo que voy a hacer?, voy a la papelería y le compro uno nuevito, el que rompe paga ¡faltaría más!, ¡uno no, le compro una caja!
−No, en serio, no se moleste, suele pasar y lo tenemos previsto.
¿Quiénes son los que lo tienen previsto?, pensó Damián. Un grupo aparte, ¿los que son capaces de caminar sin tocar la tierra? A Damián, la flema y las disfrazadas ínfulas del funcionario ya lo estaban cargando, cada vez se sentía más pequeño frente a él.
−Puedo asegurarle que me haría muy feliz, al menos me sentiría más tranquilo y alejado de la culpa, el hecho simple de que me permitiera usted comprarle unos plumines, lo que haría con total alegría y sinceridad.
No supo de dónde había sacado todas esas palabras. Jamás un plumín había sido objeto de tanta atención y, realmente, se sentía culpable de haber cometido semejante avería delante del inmutable funcionario. Le fastidiaba la superioridad que irradiaba, el que no exteriorizara ni el más mínimo gesto de estar delante del bruto más bruto del mundo, el que para firmar necesitaba arruinar el plumín y el papel. Le irritaba el orden del despacho, su oscura y enorme caja fuerte de claves doradas, los papelitos colocados, desromantizados, el nivelado casi insultante de la foto del dictador, la inmaculada mesa y su peinado, su cabello brillante, su piel sin sudor, pese al calor del pegajoso y agobiante verano.
−Señor, ahora, si me disculpa, he de seguir trabajando.
Lo estaba echando del despacho y lo hacía pretextando eficiencia, cumplir con el horario de trabajo como modelo de cumplimiento con su salario. Y le importaba un bledo que él tuviera el problema que tenía. ¿Cómo es eso?
−¿Sabe lo que le digo?, usted podrá ser el jefe aquí, pero no me parece serio ni justo que trate de evadirse del problema. Yo sé que está bien respaldado –dijo mirando la foto del dictador− pero hay momentos en que la protección, por grande que sea, no llega a tiempo.
Y, sin saber cómo, había dicho las últimas palabras con el cuello almidonado del funcionario fuertemente asido entre sus enormes manos. Lo que ocurrió luego fue una suerte de incomprensibles gritos, empujones, cachetones y golpes, que no cesaron hasta el momento que comprobó que era él el que gritaba, que el otro llevaba un buen tiempo callado, roto contra la desproporcionada caja fuerte, doblado, inerte, pero sin perder la compostura de sus labios, como si estuviera diciendo: No hombre, no se preocupe.
Ilustración: Atchen Pounapal