EL PAÑUELO AZUL

Félix Hormiga

Durante al menos dos horas estuvo viendo cómo crecía la isla. El barco se movía sereno hacia ella, hacía un día espléndido, el mar estañado se dejaba trazar una estela profundamente azul ribeteada de croché blanco y turquesa a la popa, y Manuel no apartaba su mirada del destino. Navegaban seguidos de una sonora bandada de gaviotas que se ocupaba de devorar los desechos tras el baldeo de la cubierta.
La escalinata del embarcadero olía a musgo y musitaba el mar, entretenido en meter su lengua entre los huecos de las piedras, devolviendo ecos canoros. Manuel fue el primero en saltar, una vez despachada la pesca, una treintena de cajas llenas de coloridos pejes que aún abrían y cerraban sus branquias en un intento de sobrevivir. Varias torres de cajas rodeadas de los compradores habituales, los de la recova, los de los restaurantes, el rubio del hotelito de la playa y los particulares que buscaban siempre cómo hacerse con un pescado para degustar un buen caldo con papas nuevas y cilantro.
El aire olía a fuego, secaba los labios y se marcaban geométricas en el suelo las sombras de los toldos de las tiendas. María cumplía años, treinta y siete, y él quería sorprenderla, llevarle un regalo. Se lo había dicho, le había dicho que le regalaría algo bonito para el cumpleaños, y ella, con la mirada perdida en las tierras secas, abiertas por el solajero, le había dicho, agotada de tanta sequía, «mejor será que me regales un balde de agua para al menos salvar las ñameras».
Aconsejado por el patrón buscó una pequeña tienda en una callejuela de suelo de tierra apelmazada, con olor a zotal. El tendero estaba sentado a la puerta, aprovechando una franja estrecha de sombra. Vestía un pantalón de color claro y muy holgado, como si antes hubiera sido más gordo, y una camisilla. Se abanaba parsimonioso con un trozo de cartón y en el suelo, al pie de la silla, tenía un vaso con ron amarillo.
−¿Te manda Prudencio, el patrón? −le preguntó, cuando Manuel llegó a su altura, y el marino asintió mientras saludada, al tiempo que se preguntaba cómo sabía aquel hombre, que antes había sido bien gordo, que Prudencio le había mandado a la tienda.
El hombre se levantó de la silla y asiéndola con la mano derecha por el respaldo la hizo volar volteándola hasta colocarla pegada a la pared, pues estaba sentado al revés, con los brazos dibruzados en lo alto del respaldo. Se colocó en el umbral de la puerta y con un gesto elegante pidió a Manuel que entrara, un gesto que se traducía perfectamente por la consabida frase de «está usted en su casa».
Las estanterías estaban abarrotadas de cosas que él nunca había visto y muchas cajas de las que ignoraba el contenido. Miles de frascos de vidrio con tapas lacradas se alienaban en las baldas, la mayoría de ellos tenía oraciones escritas en una pequeña y desvaída etiqueta blanca enmarcada de azul.
−¿Por qué tienen rezos en las etiquetas?
−Para que Dios nos libre de usarlas.
−Y esa, ¿qué dice ahí? −señaló Manuel a un frasco con una etiqueta que no lograba entender.
−Eso es ruso.
−¿Y qué dice?
−Beso a quien quiero.
−¿Para qué sirve?
−Pues, para besar a quien se quiera.
−Pero dentro parece que hay una cucaracha −acertó a decir Manuel acercando el pomo a cuatro centímetros de su mirada.
−No es que lo parezca, es que realmente hay una cucaracha −dijo el hombre que había sido gordo, mientras se giraba y restaba importancia al hecho de que dentro del frasco hubiera una cucaracha.
Manuel dejó el frasco sobre la estantería con el mismo cuidado que alguien que espera no despertar al asqueroso bicho de su letargo. Lo hizo sin siquiera preguntarse qué tenía que ver la decisión de besar a quien se quiera con aquel bicho repugnante.
−¿Qué viene a buscar, marino?
−Algo para regalarle a mi mujer, hoy cumple años, treinta y cuatro.
−Treinta y siete −dijo el hombre.
−Eso, treinta y siete, ¿cómo lo sabe usted?
−No lo sé, solo le corrijo.
Manuel miró hacia el techo de la tienda, estaba pintado de azul casi negro; negruzco, le hubiera dicho su madre que parecía estar enamorada de esa palabra; siempre decía: el día está negruzco, fulano tiene la mirada negruzca, este asunto me parece negruzco… El caso es que su madre murió y al día siguiente la enterraron y había sido el día más negruzco que él había presenciado, un día negruzco como esas telas mugrientas que ni con lejía. Y él entendió que su madre, con mucha antelación, había presenciado el día de su funeral y esperaba pacientemente la celebración, aunque con un cierto temor, pues recordaba un rictus de tristeza y desasosiego cuando el día se ponía negruzco.
−¿Y sabe qué quiere regalarle o qué espera ella? −le sacó el tendero de sus recuerdos.
−No, la verdad es que no y ella, la pobre, con un balde de agua se quedaría encantada.
−Una mujer práctica, si tenemos en cuenta esta calufa que no nos deja pegar ojo.
Un muchacho de unos diez años entró con prisas en la tienda, olía a alcanfor.
−¡Don Shlomo!, vengo por lo de mi madre, que tiene otra vez los ojos en blanco.
−Vale, vale, Santiaguito, perdone marino, termino enseguida, es una urgencia.
Descorrió una cortina y entró en un cuarto tras el pequeño mostrador y allí estuvo un rato hablando con alguien o solo, pues nadie más intervenía en la conversación. Al poco salió con una botellita en la mano con un líquido de color lila y se lo dio al niño que, sin mediar palabras, salió embalado.
−¡Ah, estos calores y la primavera hacen más estragos que las epidemias! Bueno, ¿ha visto algo que le interese?
−No, y si le digo la verdad no entiendo nada de lo que usted vende, no sé por qué Prudencio me recomendó venir aquí, que tal vez solo le esté entreteniendo y hasta molestándolo.
−No, no se preocupe, nada ni nadie me molesta, si acaso este calor que me saca de quicio. Y si Prudencio lo mandó aquí es porque aquí está lo que necesita. ¿Es guapa?
La pregunta cogió desprevenido a Manuel, que se quedó mirando al hombre fijamente a los ojos y, tras lo que le pareció una eternidad y a instancia de varios gestos del tendero, consiguió decir:
−Es la mujer más guapa. En mi vida solo puedo mencionar un momento de buena suerte: haberme encontrado con ella y que me aceptara.
−Eso parecen ser dos momentos. No cabe la menor duda de que usted es un hombre feliz −afirmó el hombre que había sido gordo.
−Sí, muy feliz, pero ahora, al no encontrar un regalo para ella, me estoy angustiando y temo no merecerla. Ella siempre se contenta con poco, apenas se compra caprichos.
−Voy a enseñarle algo que le gustará.
El señor Shlomo, que este parece ser su nombre según el chiquillo que olía a alcanfor, entró de nuevo en la habitación tras la cortina e inmediatamente apareció con una pequeña escalera. La colocó sobre una de las estanterías y con mucho esfuerzo, como si todavía fuera gordo, alcanzó una caja alargada, muy plana y no muy grande.
La colocó sobre el minúsculo mostrador, y levantó su tapa con cuidado. Le sorprendió a Manuel que la caja no tuviera polvo, pues relucía como si recién la hubieran limpiado o como nueva (cosa improbable según podía ver a su alrededor, pues parecía un almacén parado en el tiempo, de hecho el reloj de pared solo tenía la aguja del minutero).
−Aquí tiene −dijo con cierto entusiasmo.
−¿Qué es?
−Un pañuelo.
−Ella tiene varios pañuelos, aunque ninguno como este, pues la mayoría son negros o grises.
−¿Le gusta a usted?
−Sí, me gusta, pero ¿de qué color es?
−Del color del mar, del agua, del cielo nocturno de noviembre. ¿No le parece?
−Sí, pues a cada mirada parece distinto y hasta profundo.
−Insondable, se diría con mayor precisión. Y si lo cambiamos de sitio, según le dé la luz, será misteriosamente distinto. Así, a ella, le parecerá que en cada momento tiene un nuevo y diferente pañuelo.
−Perdone que le pregunte ¿por qué la caja está tan limpia?, en este pueblo limpias y al rato está todo lleno de polvo −y remató la certeza de la frase con un gesto de la mano señalando las mercancías en las baldas.
−Porque la limpié un momentito antes de que usted llegara −dijo el señor Shlomo. Manuel inició en su mente un intento de preguntas, pero decidió callarse, le pareció más razonable y menos peligroso.
El tendero cobró por la caja con el pañuelo la cantidad de dinero exacta que Manuel había sacado del bolsillo.
Manuel había preguntado cuánto era y el hombre había contestado: «tanto», y él, metiendo la mano en el bolsillo, cogió una cantidad de dinero y al abrir la mano había la cantidad solicitada por el hombre que antes había sido gordo, ni más ni menos. Fue una transacción sin emociones, estaba claro que el dinero no era en ese momento lo importante.
Agradecido se despidió afectuosamente del hombre que había sido gordo y salió en dirección al mercado. Siempre que venía de viaje se acercaba por allí antes de subir a su casa, se entretenía hablando con el pajarero y admirando sus jaulas de cañas que él mismo hacía allí delante de los viandantes y curiosos. A Manuel le parecía que el pajarero tenía un don especial, como si estuviera tocado por Dios. Luego visitaba el bar de Serapio, del que se decía le faltaba una luna, y se echaba dos «quince» de ron, ni uno más ni uno menos, le tenía cogida la medida, no era cuestión de cantidad, más bien se trataba de la liturgia de los movimientos que hacía con precisión para jalarse los dos tanganazos, luego arrugaba la frente y engruñaba los ojos, esta parte más que liturgia era puro teatro, pues Manuel tenía una garganta donde podía varar un barquillo sin dejar la marca de la quilla.
María abrió la caja y, perpleja, le pareció ver el mar moviéndose, tocó con sus manos la tela y tuvo la sensación de estar tocando la profundidad fresca de una aljibe.
−Tiene el color del cielo y del mar −dijo, y, cogiendo a Manuel de la mano, salió a la huerta, todavía el sol ardiente se enseñoreaba del día. Corriendo llegaron hasta el centro de la finca, sentían bajo sus pies desmoronarse los terrones de tierra seca. Al fondo se podía ver las casas del pueblo, una hilera de ventanas y puertas abiertas, buscando el poco de aire fresco. Allí, en medio de la sequía, ella buscó en el cielo el color del pañuelo que puesto en su cabeza parecía un trozo vivo de mar. Y, entonces, comenzó el día a ponerse negruzco (como hubiera dicho su suegra). Se unieron los puntitos que fabrican las tardes de lluvia y ella los sentía brotar de su nuevo pañuelo. Al poco unas gotas erráticas cayeron sobre el rostro de María, que abierto al firmamento buscaba saciar la sed de la tierra y, acto seguido, la lluvia comenzó a empapar los campos sedientos. Y fueron ellos mismos agua entre la bendita oscuridad y el fulgor azul del pañuelo.
A los tres días Manuel volvió a la callejuela, buscaba agradecerle el milagro al hombre que había sido gordo, pero no encontró el menor rastro de la tienda, pese a estar seguro de encontrarse en la misma calle.
−¿Seguro que fuiste a la misma calle que te dije? −le preguntó Prudencio en el barco, mientras ponía rumbo al pesquero.
−Sí, seguro, me fijé bien que al comienzo de la calle había una tienda de juguetes y al otro lado una relojería.
−Pues entonces, Manuel, olvídate de todo, pues está claro que la tienda existe solo cuando es necesario