TERRITORIOS INVEROSÍMILES
Tal vez porque vivo en una isla, porque me he acostumbrado a concebir el territorio como una realidad limitada, en mis sueños despiertos hasta la tierra se me queda pequeña. En mi imaginación hay mar pero no orillas. No caben las barreras porque es un territorio conceptualmente libre. Infinito. Tanto, que sólo puede transitarse en un estado de absorta consciencia, que no es ni estar dormido, ni estar despierto, sino algo a medio camino. Una dimensión diferente del ser que resulta imprescindible para poder transitar por estos no–lugares, infinitos en su extensión pero efímeros en su forma.
Porque vivo en una isla, decía, añoro horizontes lejanos. Envidio ingenuamente la extensión de las nubes. Esas que oscurecen el sol durante todo un día y te nublan la sonrisa. En esos momentos me gustaría estar en un avión y mirarlas desde arriba, desde una minúscula ventanilla, mientras disfruto del azul intenso del cielo. Es como estar sobre la rebanada de arriba del sándwich. Una sonrisa ligeramente idiota se dibuja en tu cara porque, aunque te sientes ganador, sabes que eres la hormiga que no permite al elefante ver la película en el cine.
Qué espectáculo tan impresionante ver las nubes desde arriba… Es un océano paralelo. Un territorio alucinante que en pocos minutos pasa de espeso continente a lago en deshielo. Te ves corriendo por un gigantesco glaciar con afiladas y colosales aristas. Amenazantes hachas de hielo intangible por todas partes, que llegan hasta donde se pierde la vista y allí siguen. Luego esta superficie hostil se convierte en una suave llanura de arena. Y digo “luego” en lugar de varios kilómetros después, porque la distancia en las nubes se mide en tiempo. En minutos, en segundos… qué más da. Es un tiempo irreal y elástico como el que rige los sueños. Porque es el tiempo y no el espacio lo que las hace cambiar. Y porque sólo así se puede transitar por ellas sin que se te pase la vida, que sí es finita.
De repente se abre un abismo a tus pies, como que te encuentras ante una impresionante cordillera de insuperables paredes verticales que te hacen sentir insignificante. Blancas como nieve virgen del Himalaya. Grises como roca de los Alpes. Más arriba, líneas blancas y caprichosas como las que forman las olitas en la arena de la orilla del mar. Al frente, amenazante, una masa redondeada que avanza devorando como tormenta de arena en el desierto, pero que poco después se enternece con el sol rojizo del atardecer y se disfraza de dulce, esponjoso y rosado algodón de azúcar.
El avión empieza a bajar y cruzo este espacio onírico con la satisfacción del que ha contemplado la belleza y la tranquilidad de que esta experiencia alucinante no se acaba con el aterrizaje. Ahora sé dónde está ese espacio y también que puedo acceder a él cuando quiera. Sé que unos pocos segundos bastan para viajar durante horas por este territorio irreal y fantástico. Si quieres, puedes venir. Pero sólo si sabes volar…