Las pimiento verde en punto
Cuando el reloj digital del teléfono móvil alcanza la una del mediodía, de las ventanas de mi barrio empiezan a brotar ráfagas de ajo frito y olorosos efluvios de pimiento verde. Se nota, se huele, que hay multitud de ploploplós a punto de retirarse del fuego.
Un alumno de la autoescuela dice “hambre” y en la acera de en frente la señora de la tienda de enmarcaciones pronuncia “comida”. No llego a escuchar el resto de sus frases porque no me permito aminorar mi velocidad: yo también pienso en zampar y camino hacia el supermercado con zancadas largas y desordenadas, como si alguien fuera a quitarme el último paquetito de roscas de naranja de la estantería.
La memoria olfativa tiene un efecto expansivo y demoledor. Es una bomba evocativa y a estas alturas de siglo XXI es lo más parecido que encontraremos a viajar en la Tardis del Doctor Who.
El Clearasil, flirteo adolescente en una academia de inglés.
Agua de Rochas, mamá.
Jabón de canela, Vanesa.
Ensaladilla rusa, domingo.
Así hasta el infinito y más allá, deteniéndonos siempre en el comino, ese vehículo veloz, mucho más veloz que cualquier línea interurbana. Mezclado con un chorro de aceite de oliva y derramado sobre una ensalada, me teletransporta a una Málaga que no conozco pero de la que me habló una antigua compañera de piso que siempre usaba esa especia moruna para alegrar los bocatas vegetales que llevábamos a la playa.
El frío también huele. En mi nariz sabe a fuente de piedra, a capó de coche, a cardo con almendras y a gabardina usada. La sangre sabe a metal, así que sabe a frío y me acojona. Tiene sentido.
El primer calor que instala la temporada de baño diario me sabe a aceitunas, a crema Nivea y a tirantes caídos, también a moras (que nunca volvieron a ser lo mismo desde que vacié Masdache, pintándome feliz las manos y la boca con esos colores pasionarios).
Los olores evocan recuerdos que recuerdan gente que te lleva de la mano. Las osadas copitas de oporto (¡puaj!), la tapa de pescado rebozado despachada con zumo de naranja, una tarta de manzana de cuento, una pila de guayabos demasiado maduros, el embutido con Scooby Doo…
Las cápsulas del tiempo deberían incorporar gazpachos, tomateras y ramos de albahaca que alguna mente preclara tendría que conservar fresca durante el viaje estratosférico. No sé cómo sabrán las lechugas cultivadas en gravedad cero —supongo que no será lo primero que cuenten los astronautas de la Estación Espacial Internacional cuando vuelvan a casa— pero que quede claro que en la comida de este planeta Tierra se conservan los amigos, actúan los procesos químicos, se custodian las raíces, hay arte, se obtiene energía y se producen revoluciones.
Podríamos acordarnos de todo esto al comer. Ser un poco más conscientes de eso que llaman trazabilidad. Saber dónde creció, cuántos bichos (humanos, cuadrúpedos, vegetales, invertebrados) intervinieron en ese trozo de queso que no dura ni medio minuto en la boca. Más que nada porque somos muchos y mal avenidos. Y, entre unos y otros, tenemos un par de hemisferios sin barrer.