DORA Y EL LAMENTO DEL RISCOS
Dora aparcó el coche en el arcén de la carretera y la brisa marina, cargada de recuerdos, la hizo estremecer cuando sus pies se hundieron en la arena. ¡Cuántos sentimientos le hacían temblar al llegar a esa costa! ¡Cuántas promesas de amor flotaban en el aire adormeciendo sus sentidos! Si miraba las nubes todavía era capaz de ver su velo surcando el cielo, el sonido de un bandoneón la acompañaba mientras sus pupilas se cargaban de destellos.
Tana, con el ceño fruncido, la observaba sin comprender qué hacían allí mientras sus manos, traviesas, jugueteaban con un reproductor de música que su abuela le había regalado.
– ¿A qué hemos venido, mamá? –le preguntó sin entender por qué su madre seguía sumida en un trance eterno.
– Quería que vieses la playa –le contestó con dulzura.
El niño, molesto, le dio una patada a una lata que había tirada en el suelo. El paraje no podía ser más desolador: agua turbia agitada por las olas, arena manchada de alquitrán decorada con pescados muertos ¡Aquello era un vertedero! ¿Qué interés tenía aquel paisaje para que alguien quisiera verlo? La basura se amontonaba, arrastrada por el viento.
– ¡Esto es asqueroso! –bramó enfadado–. Vámonos a casa... Aquí me aburro.
Dora, mirando el risco con nostalgia, sonrió. Los Noruegos, abandonados, descansaban a sus pies. Todo el mundo se había ido, ya no quedaba nadie allí, sólo madre e hijo que contemplaban anonadados los restos del desastre.
–Famara antes era el paraíso– le explicó, intentando que a través de sus palabras aquel paisaje cambiara ante sus ojos–. Era un lugar mágico de agua cristalina y arena dorada, un regalo del cielo y hasta los dioses nos envidiaban por bañarnos en esta playa.
– ¿Aquí? –la interrogó el niño sin dar crédito a sus palabras, como si pensara que al meter el pie en el mar, pudiesen desintegrársele los dedos.
– Sí, Lanzarote antes era una isla muy popular, millones de turistas venían cada año para contemplar nuestras costas y disfrutar del magnífico regalo que la naturaleza nos había hecho a los conejeros.
Tana, pensando que le estaba mintiendo, asintió por no llevarle la contraria. El odiaba Lanzarote, sólo era un trozo de roca que surgía del océano cubierta de alquitrán. Allí no vivía nadie, sólo nostálgicos y trabajadores de las plataformas petrolíferas ¿Qué sentido tenía ir allí de vacaciones? Si no fuese porque su abuela se resistía a separarse de esas costas marchitas, ellos jamás habrían acudido a esa playa.
– ¿Qué pasó mamá? –le preguntó curioso–. ¿Por qué se ensució todo?
Dora acaricio su flequillo y dejó que el rumor de las olas acariciara su piel.
– La avaricia Tana, la avaricia de algunos hombres y decisiones desacertadas, errores monumentales y comisiones que nadie debió cobrar jamás. Esta isla fue vendida por el oro negro, el petróleo enriqueció algunos bolsillos y terminó cubriendo muchos sueños de alquitrán.
El niño, observando como algunos peces se retorcían en la arena exhalando su último aliento, sintió como la tristeza se apoderaba de él. ¿Qué era eso que escuchaba? ¿Era posible que estuviera oyendo llorar al risco?
– Pero mamá, ¿por qué? –insistió desolado– ¿cómo permitieron esto? ¿por qué en vez de petróleo no usaron el sol y el viento que habrían salvado las playas?
Dora, que todavía no se acostumbraba a que el lugar donde había pasado su juventud se hubiese convertido en un desierto, suspiró pensando que la voz de los niños es la más inocente, pero a veces, la más sensata.
– Los adultos, a veces, son muy complicados –le contestó sabiendo que era imposible dar una explicación coherente–. Piensan en el pan de hoy olvidándose del de mañana, porque el del futuro, se lo comerán otros y sólo piensan en sí mismos.
Tana agarró su mano y dejó que sus dedos lo acariciaran calmándole la hiel.
– Mucha gente se manifestó para intentar impedirlo – continuó apenada–. Pero por desgracia, sus voces no fueron escuchadas. Las protestas se vuelven mudas cuando hay grandes cifras escritas en papel; variables como la opinión del pueblo o preservar la naturaleza pierden peso cuando lo importante es llenar las arcas.
Su hijo, entristecido, la abrazó. Su madre parecía tan frágil y vulnerable en ese momento que tenía miedo a que se deshiciese con el próximo soplo del viento.
– No quiero ver esto mamá –le confesó con lágrimas en las mejillas–. Vámonos de aquí, por favor.
Dora, besando su frente con ternura, negó con la cabeza.
– No, Tana –le reprendió con dureza–. Hay que mirar las consecuencias para aprender de ellas. Quizás, si los que permitieron este desastre lo hubieran hecho, todavía esta isla tendría esperanza y podríamos perseguir el amanecer.