Nº 36
Mi primera sensación de libertad la experimenté con apenas ocho años. Consintió en saltar la valla del colegio y alejarme sin mirar atrás. Mientras caminaba no pensaba en las consecuencias, esa es la única manera de saltar cualquier tipo de valla. Más adelante, para ausentarme de clase, tuve que perfeccionar otros métodos más ingeniosos. Con el tiempo, llegué a dominar el sangrado de mi pequeña nariz consiguiendo de esta manera salir habitualmente al baño. Hábilmente dejaba caer un par de gotas sobre mi pupitre e inmediatamente, alzando la nariz con mi pañuelo, abandonaba precipitadamente el aula. Una vez atravesada la puerta tenía por delante al menos quince minutos para entretenerme silenciosamente en los pasillos. Acompañado por el sonido de mis pequeños pasos, recorría ese espacio sin prisa, con gesto inaugural... satisfecho. Ese era mi verdadero momento de recreo.
El no asistir a clase por enfermedad me resultaba mentalmente saludable. Recuerdo la felicidad que me invadía caminar por la calle de la mano de mi madre para ir al médico, era lo más parecido a un tercer grado. Esa mañana era muy diferente al resto de mañanas; un escenario sin vallas, niños, tutores ni pelotas... lejos del patio del colegio. Era la vida. Esa sensación de felicidad era solamente superada cuando algún día de invierno, al despertar, una luz mágica invadía la habitación anunciando un paisaje nevado. Pegado a la ventana, observaba con picardía, cómo cada copo descendiendo lentamente me confirmaba que no habría clases. Yo sonreía con complicidad, como si la fuerza de mi deseo lo hubiera provocado. Con la manga del pijama, desempañaba una y otra vez toda mi emoción condensada sobre el cristal, no podía dejar de contemplar ese majestuoso confeti festivo.
Cuando llovía, mi felicidad derretida, desaparecía en forma de riachuelo bajo las alcantarillas. Otra vez al cole...
En los recreos jamás participaba en juegos multitudinarios, me dedicaba a recorrer el perímetro del patio con algún amigo, también recluso. Fui peor estudiante que alumno, y aunque nunca llegué a ser un niño “rarito”, supongo que casi lo consigo. Detestaba la autoridad, la imposición y la disciplina. Me sentía en un exilio cruel, tan solo quería tumbarme en el suelo con mis lápices de colores junto al radiador de mi habitación, esa era mi patria. Quería que me dejaran en paz. Siempre me ha gustado tratar más con las personas que con la gente.
Han pasado muchos años y sigo teniendo la misma sensación que entonces. No me gustan los días de la semana, aplaudir ni hacer colas; detesto los jefes, los líderes y los agostos. Nunca me río sin ganas, y me encantan los soñadores altruistas. Las rocas y la espuma me reconfortan, las nóminas me inestabilizan, no pienso en el futuro por prudencia y me desinhibo ante el mañana confiando que me sorprenda. Creo que mi corazón valiente le debe mucho a mi subconsciente cobarde. No procuro convencer a nadie si me dejan en paz, porque tengo muy claro lo que no quiero y eso es sencillamente lo que necesito. Pero nunca he comprendido los cerrojos y máxime cuando las manos que los colocan ya no necesitan ni cerrarlos.
Bueno, os dejo, tengo que salir a una reunión para llevar una propuesta de publicidad para la revista...
...Así es la vida.