De las ballenas, la intimidad y el abismo

Guillermo Cervera / TEXTO: Plàcid Garcia—Planasguillermo cervera/Plàcid Garcia—Planas

Podéis llamarlo Ismael, como el marinero de Moby Dyck.
Y, a ella, podéis llamarla A., alias “matar el nervio”, una chica antisistema perfectamente acoplada al sistema.
“Llamadme Ismael —así empieza la novela Moby Dyck—. Años atrás, no importa cuánto hace exactamente, con nada en particular que me interesara en la tierra, pensé que podría navegar por algún tiempo y visitar la parte acuática del mundo”.
Como el Ismael ballenero, sin nada en particular que le interesara en la tierra, el nuestro también se lanzó a una travesía. Cuando han pasado ya diez años, a veces su mente lo lleva a esos días, al mar blanco, desbocado, con cuarenta nudos de viento y olas de diez metros golpeando por la popa y chocando con otro mar cruzado por estribor. A veces, la mente lo lleva a ese velero con cinco tripulantes, y describir a una tripulación es como describir el océano: las palabras no bastan.
Eran cinco tripulantes. Cinco sonámbulos. Además de Ismael, el capitán, en el Isabel X —así se llamaba el velero— navegaba G., un amigo que acostumbraba a remolcar barcos de contenedores en el puerto de Arrecife entre olas y depresiones. Y una gallega, camarera buscavidas, que Ismael conoció haciendo un reportaje fotográfico para The New York Times en el barrio madrileño de La Latina: simplemente se cayeron bien, y nada, hacia el océano. También iba L., hijo de dos hippies —una argentina y un francés—de los sesenta en Ibiza: era un excelente marinero de yates de lujo en la isla del desmadre, que hacía barco—stop en Lanzarote para cruzar el Atlántico. Si hubiera tenido un hijo, Ismael hubiera querido que fuese como él.
Y en el velero viajaba una quinta tripulante.
Los cinco navegaban rumbo a un lugar auténtico, alguna playa soñada en el Caribe. Pero había un problema del que no eran conscientes: como escribe Herman Melville en su novela, “los lugares verdaderos nunca están en un mapa”. Y, con las semanas, un velero en el océano se convierte en una especie de fosa común, humanos apretujados en un espacio reducido, y los humanos ya sabemos qué somos: cadáveres en espera. Aunque no naufragara, el velero era una fosa común batida por el Atlántico. No había marcha atrás. Eso despertó en Ismael, como capitán, un instinto que nunca había sentido antes: sensatez. Era responsable de la vida de esos cinco cadáveres, con el suyo en último lugar. Sólo ansiaba llegar al otro lado del océano, estuviera o no en el mapa.
La quinta tripulante se llamaba A. Era la chica antisistema perfectamente acoplada al sistema, una joven y hermosa burguesa que coqueteaba, entre otras cosas, con la revolución social. Ella le daba a la travesía un punto de flotilla. Una chica antisistema tan perfectamente acoplada al sistema que vetó esta definición —su perfecto retrato— de un relato que alguien —que no era ella— escribiría sobre ese viaje. Ella escribiría otra cosa. Un cuento. Matar el nervio, y matar la libertad (la libertad de los demás).
Ismael recordaba a la quinta tripulante debajo del gran puente de Lisboa, antes de zarpar, cenando con su madre, heredera de una fábrica de azulejos y complementos de inodoros y cocinas. Ahí estaba la pareja de la madre, un cubano intelectual. Y bajo el puente de Lisboa recordó la primera palabra que aprendió en Cuba, jinetero, y que un jinetero siempre piensa que el jinetero es el otro.
No era la primera vez que Ismael compartía olas azules con la quinta tripulante. Un día él trajo un burka de Afganistán y ella se disfrazó y jugó con esa ola. Él confiaba en ella, pero la confianza se fue diluyendo conforme el velero avanzaba, con el océano empapando el ejemplar de La Ilíada que ella fingía leer. Como los cuentos de impostura que ella escribiría. “Es mejor dormir con un caníbal sobrio que con un cristiano borracho”, escribió Melville en Moby Dyck, borracho de alcohol o de ambición.
“En todas las cosas se oculta siempre un significado: de lo contrario, poco valdrían, y el mundo no sería más que una cifra vacía”, sigue escribiendo el novelista. Pero en esa travesía hacia la playa de un paraíso que no existe, nuestro Ismael ya sólo veía la cifra vacía. Ningún rastro de Moby Dyck.
El cetáceo apareció ante Ismael unos años después, cuando la quinta tripulante, como quien envenena un océano, ya había matado el nervio y la sagrada ética de lo íntimo. Apareció como su libro de cuentos. De repente. Sin esperarlo. En mitad del otro gran océano del planeta, el Pacífico. Fue en Kiribati, un país formado por treinta y tres atolones dispersos por los cuatro hemisferios que dividen nuestro planeta, con sólo treinta kilómetros de carretera asfaltada y un espacio oceánico de la extensión de India.
Navegando entre el atolón de Abaiang y el de Tarawa, frente a nuestro Ismael, como al Ismael de Melville, emergió un cachalote, también llamado ballena de esperma. Es el animal con dientes más grande del mundo y el animal con cerebro más grande.
Ismael se lanzó al agua con su cámara como arpón. Parecía que el cachalote quería jugar con él. Hubo más amor en ese punto del Pacífico que en los cuatro mil kilómetros de aquella travesía atlántica.
Por unos instantes, Ismael sintió que el mundo dejaba de ser esa cifra vacía. Hasta que el cachalote —el animal que emite el sonido más intenso y el mamífero que se sumerge a mayor profundidad— levantó su cola hacia el cielo y regresó al abismo.

 

FOTOGRAFÍA: guillermo cervera  / TEXTO: Plàcid Garcia—Planas