TACONES ROJOS

Guillermo cervera / Plàcid Garcia—Planas

La jueza entra en el tribunal marcando fuerte el ritmo con sus tacones rojos. Con ese extraño placer que le produce ver sufrir a los demás. Convencida de que la persona que ella seleccione merecerá sufrir.

La jueza viene hoy de especial mala leche. Por la noche ha tenido la pesadilla. Una pesadilla muy concreta que se va repitiendo en el tiempo y no la deja en paz: de vez en cuando sueña con que cae dentro de una piscina con los tacones rojos puestos y que no puede salir del agua. Los días en que tiene la pesadilla, al levantarse y vestirse se pone tacones rojos. Cabreada. Para pisar con más rabia el suelo. Como hoy.

Antes de ir al juzgado ha pasado por el cementerio. No para poner flores sobre la tumba de su madre. Sino para quitarlas. No soporta a su hermana. Ni las flores que su hermana pone cada primer jueves de mes sobre el sepulcro. Así que el primer viernes de cada mes se pasa a primera hora por el cementerio para quitar las flores de la hermana, cariñosamente compradas de plástico en un chino, y poner las suyas.

Empezó a sacar las flores con desgana, sólo para joder, pero le ha ido cogiendo el gusto al cementerio. No el gusto a poner flores sobre la tumba de su madre, sino a caminar entre las lápidas marcando el ritmo con sus tacones rojos. Como diciendo a los muertos: a vosotros también os voy a torturar. Así se siente viva, ella.

Una vez en el tribunal, ya sentada, revisa sobre la mesa los papeles del primer caso del día. Debe decidir sobre la custodia de un niño de cuatro años. El placer es extremo. Déjame el niño hasta los siete años y te devuelvo al hombre, piensa con aspiración moldeadora. Y este tiene cuatro años. Intuye que el padre biológico es de los suyos. Que, como ella, lleva tacones rojos. No serán tacones ni rojos. Será una moto y será negra. Pero es exactamente lo mismo: una herramienta para marcar la posesión. Intenta imaginarse al padre y se pregunta si también tendrá, como ella, la pesadilla: que cae con su moto en una piscina y no puede salir de ella.

La jueza dictamina a favor del padre y, satisfecha, sale de la sala como entró: marcando fuerte el paso con sus tacones rojos. El gozo que siente es profundo, muy profundo, por lo que decide exhibir sus tacones por las calles de la ciudad. Mientras va pisando la acera, ve un cartel y aparta de inmediato su mirada. Le incomoda. Es el cartel de una bailaora convirtiendo su mantón en una ola. Nunca le ha gustado el flamenco. Las bailaoras juegan con los tacones, sí, pero para provocar placer a los demás. Para ella, el taconeo sólo sirve para castigar a los demás.
Por la noche, la jueza vuelve a soñar con que cae en una piscina calzada con los tacones rojos. No le inquieta ahogarse. Sabe nadar. Lo que le inquieta es que, dentro del agua, sus tacones se diluyen en la ingravidez. No puede pisar fuerte el suelo, y eso le perturba en extremo. La pesadilla no la deja salir del agua ni quitarse los tacones. El agua la envuelve. La invalida.

Esta noche, la pesadilla se vuelve más intensa. La jueza ve caer del cielo una moto negra que se hunde en la piscina mientras ella, en el interior del agua, intenta buscar desesperadamente el sentido a unos tacones rojos que no se puede quitar.

A través del agua, intuye una silueta del todo inquietante. Le parece ver a Harley Quinn observándola fijamente. Sonriendo.

FIN

 

Fotografía: Guillermo cervera / Texto: Plàcid Garcia—Planas