CAPTURA
Conocí a Guillermo Cervera a mil quinientos kilómetros del mar. Una madrugada al aterrizar en Kabul.
−Voy a fotografiar yonquis. ¿Te vienes? −, me dijo.
Estaba cansado de toda una noche en avión. Me daba pereza. Pero me dejé arrastrar y me llevó a una especie de Palacio del Pueblo, una mole del mejor diseño soviético construida en la invasión de los ochenta, reventada por las infinitas guerras afganas y habitada al final por seres que se inyectaban papaver somniferum. En un punto entre el cemento de un búnker y los hierros de un transatlántico sumergido.
Llevándome ahí, Guillermo me estaba llevando al mar, y me seguiría llevando por muy alejado de la costa que estuviera el disparo que él fuera a fotografiar y yo a escribir. Porque, entre los cuatro elementos de la naturaleza, la relación más estrecha la tienen el agua y el fuego: el hidrógeno es muy inflamable y, cuando arde, dos moléculas de hidrógeno se combinan con una molécula de oxígeno para crear dos moléculas de agua.
No es poesía. Es ciencia: en su origen, el agua es fuego y el fuego, agua.
Al principio de los tiempos, La Tierra era una bola de magma en fusión con un incontable número de volcanes eruptando. El magma emergió a la superficie cargado de gases con vapor de agua. Luego La Tierra se enfrió, el vapor de agua se condensó y cayó al suelo en forma de lluvia. La lluvia llenó las depresiones de la corteza terrestre y creó los océanos. Desde entonces es la misma masa de agua la que circula una y otra vez por el planeta. La misma.
Sigue sin ser poesía: una gota de nuestra saliva pudo haber sido la lágrima de un dinosaurio.
Con Guillermo he aprendido que todo, agua o fuego, son olas. Olas de agua que te pueden matar y olas de fuego sobre las que puedes surfear con placer. Con él he aprendido que en Kabul te puedes ahogar y en el mar de Libia, quemar. Que en la playa de la Gaza en guerra hay surfistas y que el sexo es un océano.
Un día me arrastró hasta el extrarradio de Baltimore. Me quería presentar al americano más interesante que había conocido caminando por la líneas férreas de América. Se llamaba Mike. Luchó en Irak, vivía en una casa con la bandera de Estados Unidos en el jardín y una colección tremenda de Kaláshnikov en el interior.
Mike inspiraba una gran ternura.
“No estoy loco, ¿sabéis? Yo no le haría daño a nadie”, decía dejándose fotografiar amoldado en el tresillo y agarrando un pedazo de fusil. Nos enseñó una foto que hizo desde su blindado en Irak. El disparo de un misil: como un resplandor, una iluminación. Y nos señaló, un par de calles más abajo, un local de masajes con filipinas que lo masturbaban, confesó.
“No publiquéis esta foto. No soy yo”, repetía agarrando el fusil y sentado en el tresillo mientras Guillermo disparaba su cámara.
Lo que definía la escena no era el Kaláshnikov, ni los ojos desorbitados de Mike. Lo que definía la escena, lo que daba la vuelta al Kaláshnikov y a su mirada era lo que tenía colgado en la pared, sobre el tresillo. Una de esas fotografías chinas iluminadas por dentro: una playa tropical de aguas turquesas.
Guillermo hizo clic, pero nunca ha publicado el retrato de ese tresillo, ese Kaláshnikov, esa mirada. Esa playa.
fotografía: guillermo cervera / texto: Plàcid Garcia-Planas