A UN CEDRO SECO

Fotografía: Carlos Reyes, 2018
Texto: José Ramón Betancort Mesa


A UN CEDRO SECO
Desde chico siempre lo busqué con la mirada, sentado y en silencio en el asiento trasero del coche. Desde que dejábamos atrás la fábrica de Lloret y Linares, yo intentaba localizarlo sobre el perfil recortado de la negra colada volcánica que llega hasta la playa de La Arena. Y allí sigue estando. No sé cuánto tiempo más seguirá el viejo cedro recostado sobre la grieta del volcán que le sirve de parapeto, aguantando y esperando a que el viento lo traiga al suelo definitivamente.

Como un castigo bíblico creció sobre el malpaís que baja desde Tahíche. El mismo malpaís de las erupciones históricas que recordara en sus memorias arrecifeñas el historiador José Agustín Álvarez Rixo en su ancianidad portuense y que también inmortalizaran los naturalistas George Hartung y Ernst Haeckel durante su estancia en la isla en el siglo XIX. Sobre ese mismo volcán logró sobrevivir en un territorio adverso este cedro, como la expresión inequívoca de nuestro inútil empeño insulario de conseguir la ilusión de una isla más verde. Una isla distinta a esta.

Pese a todo, él tuvo una época de esplendor, que lo mantenía todo el año vestido de verde. De un verde vivo e intenso. En ese tono verde oscuro y profundo que solo lo tienen los cedros. Un verde puro sobre el negro del volcán y el azul ultramar del Atlántico que tiñe de añil los cielos que limpian los Alisios. Yo retrasaba la despedida del cedro, a través del cristal de la ventanilla del coche, mientras veía cómo se ocultaba entre los muros de piedras de las salinas de los Mármoles. Aquella hazaña heroica del pobre árbol, a fuerza de puro verde, la tengo grabada en mi memoria, como una severa y honesta lección de resistencia incierta, como la tienen también los últimos caserones decimonónicos del Arrecife burgués de la calle Real, que inexplicablemente se resisten a caerse de viejo, ante la mirada indolente e incapaz de una ciudadanía y de unas instituciones que también parecen muertas.

Seguramente, la suerte del cedro estuvo marcada por las salinas y sus gentes, quienes debieron plantarlo en las inmediaciones de una casa que hoy se derrumba a lo lejos entre el polvoriento esqueleto de los cocederos del inmenso ingenio salinero que se extendía desde la playa de La Arena hasta las Caletas. Debió tener una mano amiga que lo regaba y lo mantenía vivo cuando la humedad de la lluvia se apagaba. Qué orgulloso se le veía entonces desde la carretera que bordeaba la costa norte de Arrecife en dirección a Los Charcos. Alto, solitario y verde se levantaba sobre su tronco leñoso, dejando abajo el suelo volcánico para testimoniar su lucha e iluminar la imaginación de un niño que soñaba con árboles y con las lluvias de invierno que transformaban los llanos polvorientos de Valterra y Porto Naos en verdes praderas de barrilla, hasta que la primavera las volviera rojas.

Desde hace años ya está muerto. Es ahora una sombra delgada y seca. Hoy solo espera que el sol siga resquebrajando su duro corazón de noble madera o que una racha de viento acabe con sus días de faro del paisaje salinero. Solo entonces dejará de inspirar la mirada fotográfica de los nuevos cazadores de mitos extraños sobre el mar de la colada de lava que se hunde en la bahía de nuestros puertos.

 

Fotografía: Carlos Reyes, 2018
Texto: José Ramón Betancort Mesa