Un billete de ida para Nayla

FRANCIS PÉREZ / MARIO M. RELAÑO

Era una mujer fuerte y de huesos robustos. Su piel estaba arrugada, seca por la sal del mar. Avejentada a pesar de sus treinta y ocho años, hacía tiempo que la tristeza se había instalado en su rostro; su silencio, grave, constante, la hacía parecer huraña. Sentada en la barcaza, surcaba las olas de aquella noche negra, sin luna ni estrellas, junto con una treintena de jóvenes silenciosos con cara de miedo que huían de sus casas como un día huyó también su hijo.
Hacía seis meses que el mayor de los varones había decidido escapar de la escasez que padecía la familia y el pueblo entero desde tiempo atrás. El trabajo de su padre, el de su madre y el suyo propio, eran insuficientes para alimentar las seis bocas que debían de comer en casa. Él, con apenas pero suficientes dieciséis años, determinó hacer lo que otros muchos ya habían hecho, y salió sin despedirse para embarcarse hacia el continente vecino, cercano cuando soñaba con él, pero lejano para el viaje que tendría que realizar para llegar. Quizás allí podría hablar de un futuro y su familia dejaría de sufrir.
Nayla nunca más volvió a saber de su hijo. Cuando se marchó, él jamás contactó con su familia por lo que nunca supieron si llegó a alguna parte o si ese negro mar por el que ella ahora navegaba se lo había tragado como a tantos otros antes.
Cuando se supo del naufragio, donde varias decenas de jóvenes perecieron y sólo unos pocos cadáveres fueron recuperados, Nayla decidió embarcarse y buscar a su hijo o, en última instancia, conocer el lugar donde reposaban los anónimos migrantes jamás identificados, esperando secretamente, que su hijo no estuviese entre ellos.
Tras horas de travesía y mucho tiempo para pensar, desembarcaron en una zona rocosa, oscura y silenciosa, apartada de núcleos de población. El único sonido eran las olas chocando fuertemente contra las piedras. Ella desembarcó y corrió como hicieron los demás y tembló de frío y miedo como ellos.
Tardó días en ubicarse y encontrar el lugar poblado a donde ella quería llegar.
Tras la salida del sol, y con la ayuda de unas anotaciones en un papel húmedo, Nayla se encaminó desde su escondite hacia el cementerio donde le habían indicado que descasaban los cuerpos encontrados. Apenas siete kilómetros le separaban del camposanto. Lo recorrió despacio, cruzando entre nichos, tumbas y panteones más o menos recargados. Sin saber lo que buscaba se dirigió a la esquina donde, empotrados en la pared, diez nichos sin lápidas mostraban una cruz dibujada junto a una inscripción escrita en dos idiomas “Desconocido” y “غريب”. Arrodillada y bañada en lágrimas, deseó y rogó ofreciendo su propia vida para que su hijo no estuviera allí.
El encargado del cementerio la vio a lo lejos y se acercó con cierta alarma. La saludó pero ella no respondió ni se movió.