Tras los pasos lanzaroteños de Miki Dora

Charlie Finnart w

La primera vez que oí hablar de Miki Dora en Lanzarote fue por pura casualidad. Era mi segunda visita a la isla y estábamos buscando un sitio para cenar en el interior que no estuviera contaminado por las hordas de turistas, es decir, por gente como nosotros. Acabamos en un típico teleclub isleño. No sé cómo, se nos sentó en la mesa un guiri ya mayor con pinta de hippie. Tras contarnos su vida nos dijo que en esa misma mesa compartió hace años cervezas y confidencias con el legendario surfer Miki Dora. No le dimos más importancia, pensando que era la típica fanfarronada de borrachera.
Pero volvamos al principio. ¿Quién es Miki Dora? Dora, conocido como “Da Cat” (El Gato), es un surfer de la época dorada del Malibú californiano de los 50 y los 60. Miki Dora, cuyo verdadero nombre era Miklos Sandor Dora, era ante todo un surfista con un estilo clásico y elegante, se deslizaba por las olas sin esfuerzo alguno como si formara un todo con las paredes líquidas. Dora era, además, una leyenda. Un tipo cubierto por un enorme halo de misterio.
Da Cat representa también la lucha contra la industria de Hollywood y del surf que estaban haciendo, masificando y destruyendo el mundo idílico e inocente que él había conocido. En Malibú, comunidad ahora para multimillonarios de Los Ángeles, todavía se le recuerda con un grafiti donde pone “Dora rules” (Dora manda). La ola de Malibú, un point break de derechas largas y suaves, es ahora casi insurfeable por las centenas de personas que se agolpan luchando por cada centímetro de ondulación marina. Y por experimentar el mito que contribuyó a crear Miki Dora y que tan bien homenajeó el director John Milius con la maravillosa película El gran miércoles, en donde recrea aquel Malibú primigenio, con su pórtico de piedra que separaba en dos el mundo: el civilizado, de una parte, y el de la playa y el surf, o sea el de Miki Dora, de otra.
Dora se acabó metiendo en líos. En una época oscura participó en un fraude de cheques y de tarjetas de crédito y tuvo que escaparse del FBI recalando en Ghétary, en el País Vasco francés, como un huido de la justicia. De allí podría haber dado el salto a Canarias. O no. Y luego, se sabe o se cree, a Sudáfrica, Australia, Indonesia y el Pacífico sur. Parece ser que más adelante pasó un tiempo en la cárcel. En 2002 moriría en la localidad californiana de Montecito, en la casa de su padre.
En otra visita a Lanzarote acabé tomando algo con un par de surfistas veteranos, amigos de un fotógrafo que conocía afincado allí, y se me ocurrió preguntarles por Miki Dora. Uno me dijo que le contaron que le vieron, siempre esquivo, surfeando la potente ola de El Quemao en amaneceres casi sin luz. Su estilo debió de llamar la atención de un local que se le acercó y le preguntó si era Miki Dora. El tipo respondió que no, para luego preguntar al local si trabajaba para el FBI y desaparecer rápidamente. Esa pista me invita a creer que era Dora y a interesarme más por su búsqueda.
Miki Dora tenía también una parte provocadora, iconoclasta. Era un antihéroe. Iba en contra de todo, de las leyes de los hombres y de la sociedad que le rodeaba. El trato con él debió ser muy complicado y parece ser que pasó muchos años solo o con la única compañía de un perro.
¿Cómo llegó a Canarias, si es que de verdad llegó alguna vez? ¿Qué vida hacía? ¿Qué pasaba por la cabeza de alguien cuyo objetivo principal había sido surfear y dar la espalda a la sociedad en la que vivía? Puede que en Lanzarote encontrara la paz que no tuvo en su California natal. La isla canaria en el imaginario de un estadounidense debía de parecer un lugar remoto, y probablemente salvaje, donde esconderse. ¡Y además había olas! Esta era una condición obligada para alguien como Dora. De hecho, pasó tiempo en su juventud en otro archipiélago, en la isla de Oahu en Hawái, compartiendo olas y correrías con otra leyenda del surf, Greg Noll, “Da Bull” o El Toro. Su relación, siempre tirante, también les llevó a fabricar unas tablas de surf preciosas, coloreadas y brillantes, que ahora se venden como artículos de colección de lujo, probablemente para decorar las paredes de las casas de los ricos de Malibú.
Sigo recorriendo la isla buscando alguna pista de Dora. Hago algunas llamadas que no llevan a ningún sitio. Utilizo las redes sociales y hasta un padre me escribe para preguntarme si mi búsqueda tiene que ver con el personaje de dibujos animados “Dora la exploradora”. Contacto, tras varias gestiones, con una pareja ya mayor que me dicen que alquilaron su casa a un surfer americano muy excéntrico que pudo haber sido Dora. Debió de ser a finales de los 1980. Les enseño una foto y no lo recuerdan. Nada concreto. Han pasado ya más de treinta años desde que pudiera haber estado aquí y cualquier rastro de Dora se lo han llevado los alisios como si fueran granitos de arena.
¿Cuánto había de verdad y cuánto de pura provocación en Dora? No lo sabremos nunca. Lo que sí sabemos es que era un tipo diferente. Y eso es una virtud. Y en la era de las redes sociales, en que una persona autodenominada influencer decide desde el sofá de su casa y con un simple móvil cómo se van a vestir, lo que van a comer y hasta lo que van a pensar, millones de idiotas—followers, todavía más. Dora les habría hecho un enorme corte de manga a estos influencers.
Me toca por desgracia dejar la isla. En el camino al aeropuerto me voy convenciendo de que la historia lanzaroteña de Dora son todo leyendas y me da rabia haber perdido tiempo buscando un fantasma mientras mi familia aprovechaba la playa. La próxima vez no salgo del agua, pienso, y encima han entrado olillas que me he perdido. El bueno de Miki las habría surfeado. En esas estoy cuando, de repente, en una pared desconchada lo veo. Es una pintada, y a pesar del paso de los años, se puede leer claramente lo que pone:

“Dora rules”.