ELOGIO DE LO VERDE

José Ramón Betancort Mesa


Raro es el niño o la niña que, cuando se le pide que pinte un paisaje, no dibuje un árbol. Incluso, siendo de Lanzarote, seguramente en su recreación paisajística aparecerá un árbol. En nuestro imaginario cultural y visual occidental, la presencia del paisaje verde con árboles, arbustos, plantas, césped y flores es una realidad recurrente e incuestionable que nos trasciende, aunque vivamos en un páramo. Nos traiciona nuestro subconsciente que añora y sueña con el recuerdo de un paraíso lejano en el tiempo. De pequeño, yo también tenía la misma sensación y hacía lo mismo. Dibujaba y pintaba paisajes verdes, quizás hechizado por un deseo cultural y antropológico que nunca he visto cumplido en mi propio territorio insular, sino de manera transitoria. Hay tres lápices de colores de las cajas de crayones Alpino de los escolares que siempre se gastan o que misteriosamente desaparecen en las aulas: el celeste, el rojo y, sobre todo, el verde césped. Yo no sé la cantidad de lápices verde césped que habré gastado en mi vida desde que estaba en la escuela de La Marina, donde estudié, hasta la actualidad.

No podemos echarle la culpa a la influencia televisiva o audiovisual, porque les garantizo que yo no la tuve hasta bien pasada la adolescencia. Fue más la influencia literaria e ilustrada de los cuentos infantiles que leía y la de los libros de textos escolares los que forjaron, al menos en mí, esa aspiración cierta de identificar siempre un paisaje con la presencia verde de una vegetación y una flora de la que apenas en Lanzarote había referente en su paisaje; pero que yo deseaba. Y, a día de hoy, todavía arrastro.

Este desajuste paisajístico local con el imaginario cultural de lo verde, hizo que siempre deseara cualquier referente vinculado a mi contexto territorial, que me recordara el mundo vegetal y húmedo del que en la isla no podía disfrutar. Me encantaba ver las plantas del patio de mi madre y el de las vecinas de Valterra. Me quedaba bobo mirando aquellos jardines arbolados que hoy han desaparecido de los patios de las casas donde crecían ficus, acacias, falsos pimenteros, palmeras y otras especies que daban sombra y permitían que bajo ellas crecieran otro tipo de plantas, como las capas de la reina, los pampaules, las cintas, las azucenas, los periquitos, las calas, las teresitas, las hojas manchadas e infinidad de vegetación doméstica. Por eso, creo firmemente que desde pequeño, tanto yo como otras muchas personas de esta isla, arrastramos una querencia vieja a desear ver la isla verde.

Este año hemos tenido la suerte de tener varios episodios de lluvias generosas que han posibilitado que Lanzarote se vista literalmente con un manto de verde maravilloso, salpicado de campos de flores silvestres, junto a un estallido de la flora endémica que, poco a poco, ha ido reconquistando territorio, como no ocurría desde hacía muchos siglos, verbigracia de la desaparición del pastoreo que casi esquilmó y redujo a unos pocos reductos la vegetación propia de la isla. Así, el tajinaste, la margarita y el cerrajón de Famara, junto al tajasnoyo, las tojias, las yesqueras, los bejeques, las tabaibas o los veroles, entre otras especies, han ido progresivamente avanzando hacia lugares donde jamás se recordaba que habían estado. Una prueba de esta expansión vegetal maravillosa la podemos ver en el Jable, que tras el abandono de la agricultura y del pastoreo, ha ido recuperando año a año el aspecto que debió tener antes de la llegada de los primeros aportes de población humana a la Isla. Y esto, aunque muchos no lo compartirán conmigo, es una maravilla. Es un auténtico regalo ver como el Jable y otras partes del territorio insular, recuperan su aspecto paisajístico verde, anterior a la presencia humana en Lanzarote.

Tampoco comparto, y aquí me voy a ganar muchas enemistades, esa campaña institucional que le ha declarado la guerra a la introducción de plantas, arbustos y árboles foráneos en los espacios ajardinados y en entornos humanizados de nuestro paisaje no urbano. Y todo ello, en beneficio de introducir en dichos espacios ajardinados especies autóctonas, que muchas veces no prosperarán tras ser plantadas en recintos artificiales, por no ser el entorno natural propio o tener que soportar condiciones ambientales que no son las más recomendables (estrés hídrico, insolación excesiva, sin protección del viento, contaminación...). Se ha empezado así en la jardinería pública a desterrar, ridículamente, la presencia de piteras, plantas crasas, adelfas, acacias, hibiscos, buganvillas y un montón de especies vegetales más, por no ser autóctonas, mientras que por otra parte se siguen plantando hasta el cansancio flamboyanes o palmeras caribeñas, sin que tenga esto último mucha concordancia con lo anteriormente expuesto.

Luego quedan, presas en un limbo institucional y medioambiental normativo extraño, varios millares de pobres palmeras canarias que fueron plantadas a mansalva en las últimas cuatro décadas y que ahora se encuentran abandonadas a su suerte, secas, sin ser tratadas fitosanitariamente o sin recibir regadío alguno para su supervivencia. Y esto sí que es un verdadero atentado ambiental en toda regla. La no existencia de una normativa clara, junto a la política de dejación, abandono y falta de regadío, están provocando que miles y miles de palmeras de la isla estén muriéndose. Y esto sí que es una vergüenza medioambiental, paisajística e institucional de la que nadie se responsabiliza. ¿Qué pasará cuando la tregua de la humedad de las últimas lluvias acabe para estas palmeras? Pues que asistiremos a la progresiva muerte de más ejemplares de palmeras, ante la mirada cómplice y anestesiada de la ciudadanía lanzaroteña. De forma paralela, otro asunto absurdo es la fiebre por eliminar el poco césped natural que aún queda plantado en los jardines públicos, argumentándose el enorme coste de agua y de mantenimiento que acarrea, reconvirtiéndolo en las rotondas y zonas verdes por la colocación de puras moquetas de plástico verde. ¿Qué será lo siguiente, poner ramos de flores artificiales de colorines comprados en las tiendas chinas para no tener que regarlas? Me encantan esos momentazos de la jardinería institucional.


Mientras tanto, la promesa política de crear parques y jardines arbolados sigue siendo una utopía lejana en la isla. El legítimo deseo de tener un área verde con césped y con árboles que den sombra y fresco en los espacios urbanos es una auténtica quimera en esta isla. Alguien que venga de fuera y vea sin anestesia nuestros parques pensará que debemos ser una ciudadanía que odia a los árboles en los despoblados y desatendidos jardines que hay en Lanzarote. Pongamos como ejemplo el Parque Ramírez Cerdá de Arrecife, conocido como el Parque Viejo. ¿Existe una explicación lógica, que no sea la pura desidia y el más absoluto desinterés municipal por cuidar o dar vida a los árboles que han acabado convertidos en pura leña de lo secos y abandonados que están? Pareciera que estamos condenados a no poder disfrutar jamás de un gran parque arbolado en una ciudad como Arrecife.

Han pasado casi todos los grupos políticos por las instituciones y ningún grupo de gobierno ha apostado de forma seria, profesional, comprometida y generosa por dotar a una ciudad como Arrecife de un espacio verde con sombra de árboles y áreas de césped donde descansar, hacer deporte, pasear, pasar la tarde leyendo o simplemente estar. A ello hay que unirle el afán criminal de talar árboles que dan sombra en cualquier esquina o calle de la ciudad, siguiendo el alegato de causar molestias a la ciudadanía, del coste de mantenimiento que acarrean o del gran consumo de agua que llevan asociados, siendo la única solución aportada la de crear espacios ajardinados con rofe y plantas autóctonas e incorporándose, de forma hortera, el uso de gravas blancas y también la combinación horrorosa de selecciones de rofes negros y morados.

Por todo ello, cuando me preguntan qué me parece que la vinagrera herreña esté invadiendo zonas volcánicas y malpaíses de Lanzarote, respondo que me encanta. Así, sin anestesia y sin tapujos. Que me encanta que esa especie vegetal se extienda y salpique de verde la isla. Personalmente, su presencia no me parece una invasión al ser una planta de nuestro entorno macaronésico. Otra cosa completamente distinta es lo del rabo de gato, pues su expansión perjudica el crecimiento de especies autóctonas.

Mientras la incompetencia política e institucional y cierto talibanismo ambientalista que solo desea que arraigue la vegetación endémica en nuestros jardines, sigan condicionando el futuro de los espacios verdes insulares, jamás veremos áreas de césped y árboles que den sombra en nuestros espacios urbanos, porque eso solo generará para ellos gastos de mantenimiento y consumo excesivo de agua, además de prostituir el concepto de paisaje ajardinado tradicional de Lanzarote. Y hasta aquí podemos leer.

Resumiendo, a los que nos gusta poder disfrutar de espacios verdes en la isla, que no sean los odiosos campos de golf, no nos queda otra que esperar estoicamente a los años de lluvia para ver un paisaje verde en Lanzarote, como el que hemos podido disfrutar este año.

 

Fotografia de Víctor Medinadelli