Pepe y el viento

Mare Cabrera

Hace tiempo, cuando los hombres trabajaban con sus manos, cuando las bestias eran la única compañía en las jornadas y el sol blandía sus rayos para formar surcos perennes en el rostro; en ese tiempo pasado de apuros simples, pueblos hechos de pequeños murmullos apenas audibles, miradas recelosas al extraño, y aljibes llorando por guindar, nació y vivió Pepe. Un hombre sencillo, como el paisaje que lo rodeaba, el que veían sus ojos cada mañana al despertar, a las cinco, como siempre. Una vida de rutinas llena de tierra.
Ocurría, como suele pasarles a las cosas simples, que a Pepe, a fuerza de despertar a las cinco y pasar el día sin apenas pisar su casa, se le sumaron dotes. Y como al paisaje que le vio crecer, fue dibujando matices a su conocimiento.
La mañana temprana paría azules negros. De lejos, un mar embravecido coronaba el horizonte. Y a Pepe le nacía en la mirada una fiebre llena de océanos. Salía de casa, alumbrando ese cielo misterioso que amenazaba con dejar caer gallos y sargos, salemas frescas, estrellas y caballitos de color turquí.
Pepe grababa en su cabeza el viento de ese día, de los pasados y los que estaban por venir. De tanto observar el cielo, que a eso de las once se abría y daba a luz un sol tímido, de tanto trabajo por las lomas y los valles sedientos, conocía Pepe antes que ningún otro hombre en el pueblo, y quizás en la isla, cómo se daría la papa recién plantada mientras se honraba a la virgen. Y venían los hombres de lejos, más viejos que él incluso, a preguntar a Pepe por la suerte de ese año, por el nacimiento de las lluvias y la conveniencia de plantar entonces la papa partida, bañada ya por el cielo. Recordaba él sin esfuerzo los días en que la tierra se daba la vuelta y caminaban los animales más lentos. Y estornudaban algunas viejas y también los niños chicos, mientras se rascaban los ojos. O el día que llovió cuando nadie lo esperaba, porque había amanecido el sol lustroso, y el barranco arrastró las cabras del señó Juan Robayna. Las pocas que le quedaban.
Él sabía, porque había levantado la vista, y escuchado al viento, que a las cuatro el tiempo se paraba. Se paraba de pronto y contenía el aliento burlón con el que alborota las melenas lacias de las muchachas. Y no había esquina fresca. Ni corriente mecedora. Ni silencio lo suficientemente callado para no oírse, de pronto, con el aleteo de una mariposa. Entonces, la mujer dormía, y en el escote tímido veía nacer perlas transparentes de rocío. Ahí la amaba, con calma, cuando crujía el pueblo de calor.
A las siete se despertaban las nubes. En procesión, aparecían por la casa de María Cruz.
No iban rápidas, o eso parecía. Pero Pepe, con su mirada abierta al cielo, contaba los segundos que tardarían en cubrir al pueblo. En espesarlo, refrescar esas esquinas molidas de sudor, levantar la corriente molestosa que hacía solo unas horas era añorada. Y los pañuelos se apretaban en las cabezas, y los sombreros se colocaban, para preparar la noche que, allí, llegaba horas antes de llegar. Cuando la luna siquiera había llamado a la puerta del sol para calmarlo con un beso.
Y la noche. Esa noche fresca de viento claro. Ahora murmuran las casas, ahora se cuentan los silencios del día. Es justo cuando aparecen las corujas, y las ramas tiemblan. Entonces Pepe, y su sabiduría de hombre tranquilo, sale a la era, y reposa unos segundos los recuerdos frescos del día para grabarlos en su cabeza. Sumarlos a los antiguos, sacar conclusiones nuevas de los días que vendrán. Todo envuelto en un manto de estrellas que se acercan y le susurran, quizás mañana llueva.

 

ILUSTRACIÓN:  Amelia Álvarez de Mesa@c