Los vacíos que dejamos

Yei Zi

Cuando llegué al cruce, el Monumento al Campesino ya no estaba allí. Había desaparecido. La Peña de Tajaste sobre la cual descansaba el Monumento estaba vacía, no servía de peana más que para el aire y el cielo. Me bajé del coche y boquiabierto me quedé mirando hacia el hueco que, un par de horas antes, ocupaban los cubos blanquísimos como los pueblos, que durante décadas escondieron a un campesino y a su perro. El Monumento a la fertilidad, como en realidad se denominaba aunque pocos lo llamaban así, lo habían fabricado con los bidones de agua y gasoil de los barcos que faenaban en la costa africana. No desaparece un monumento de más de quince metros de altura y varias toneladas de peso así, sin más. Los coches que llegaban al cruce paraban a contemplar el fenómeno, y en pocos minutos nos juntamos en el cruce más de un centenar de personas que, cómo yo, estábamos sorprendidos. Te lo estoy contando, hijo mío, y me estoy emocionando al recordarlo. Mira, mira como se me pone la piel de gallina y eso que han pasado sesenta años.
Pero ahí no quedó la cosa. Al año siguiente, empezaron a sonar los móviles y a llegar los mensajes. En Guatiza, el enorme cactus que había a la entrada del Jardín de Cactus, también desapareció. La Carnegiea Gigantea metálica del color de las puertas que se encontraba dando la bienvenida a los visitantes al Jardín, tampoco ocupaba su lugar. El trabajo que había dado soldar a mano una por una cada púa de los cientos que tenía, inexplicablemente, no estaba.
El enorme cangrejo ciego de acero corten sobre un pequeño montículo de rocas ígneas del Volcán de La Corona, indicaba la llegada a la Cueva de los Verdes y a los Jameos del Agua, elevando a obra de arte lo que en otros lugares no hubiera sido más que un cartel anunciador. Un año después, el montículo no soportaba nada. Estaba solo, sin la obra que orgullosamente había sostenido a la más popular de las muchas especies que habitan en los oscuros fondos de los tres jameos: el cangrejo ciego.
Cada año desaparecían monumentos y esculturas. Las lámparas de miles de pequeños espejos del Auditorio de los Jameos del Agua; la pardela y la vieja, que representan el mar y el cielo en el Mirador del Río; o los juguetes de viento admirados por los que llegaban a muchas rotondas de la isla, desaparecían, sin más. Un año más, una obra menos. Y no había explicación.
Autoridades y científicos se preocupaban en ofrecer hipótesis que no terminaban de calar. Unos apoyaban la idea de una red mafiosa de robos a gran escala; otros hablaban de alucinaciones colectivas; e incluso algunos aseguraban haber visto abducidas hacia naves espaciales las obras desaparecidas. Hasta una plataforma de televisión hizo una serie de escaso éxito. Con el tiempo pararon las desapariciones, la noticia dejó de serlo y la rutina se encargó de convertir primero en anécdota, después en recuerdo y por último en olvido, todo lo ocurrido.
Tardé mucho en reunir los datos suficientes para contarte lo que ahora voy a hacer.
Todo lo que había desaparecido había pasado por trabajos de soldadura. El artista que soñaba la obra, contaba para despertarse con ella hecha, con las manos sabias de un maestro soldador. El maestro, experto en aleaciones, fusiones y fundiciones, observaba detenidamente las planchas de metal que iba a utilizar, les pasaba la mano, acariciándolas, y con mimo las iba seleccionando. Mientras el calor de la fragua iba atemperando el pequeño taller, el maestro se armaba con delantal y guantes de cuero, adquiriendo el aspecto feudal de un soldado con armadura que se lanza a las cruzadas, y con el electrodo en una mano y el escudo protector en la otra, el maestro penetraba en el sueño del artista, y con la paciencia e inteligencia con la que unos pocos son premiados al nacer, convertía los sueños en cactus gigantes, cangrejos ciegos y campesinos con perro.
Me faltaba un dato, hijo, que aún siendo el más evidente, fue el último que vi y que dio sentido a todo. Las obras desaparecían siempre un veintidós de febrero, el mismo día que murió el maestro soldador. Tu abuelo. Cada año, con la pérdida de su recuerdo, se pierde también su obra.