LLEGADA DEL DÍA EN ARRECIFE

félix hormiga

Aljofaradas las brillantes hojas del filodendro, impregnando la mañana de vainillas los heliotropos, el día amanece como un tajo lento que echa al olvido la última oscuridad. Sobre el mar se mece una lámina estañada de olas dormidas, apenas heridas por estelas fugaces de navíos y aves de mar. Es septiembre, quieto con sus grandes mareas que parecen saciar su sed de tierra, entrando cada vez más hasta las sólidas, sofocadas y polvorientas calles.
El sueño de mar que es Arrecife se aletarga y porta su lenta respiración hasta las galeotas, allí donde una lámina de agua, acaso más liviana que la seda cruda, no logra cubrir los dorsos metálicos de los peces ni el curco dibujo de sus agallas.
Allá, por el poniente, un médano aprendiz de montaña, al que llamamos «El monturro de trigo», señala el camino del jable que en tránsito de alisios trae las rubias arenas desde el mar abierto de Famara. Allá, en el norte, se subió la arena a la costa y se trocó en viento de nano mariposas.
Arrecife, chato contra la tierra ensalitrada, albeadas las casas de cal ardiente y colores de variados tintes ingleses, decoradas de guarniciones de color, para indicar clanes familiares y para protegerse del mal de ojo y algunos otros espiritismo negativos. Esas guarniciones marcaban la forma geométrica de la vivienda, como esas coloridas cartas extranjeras que aletean en el bolso de cuero de los carteros—ciclistas. La mayoría de las edificaciones son humildes y una neutra lechada de cemento decora su forma. Resulta bella por humilde. Hay casas de colores por doquier, amarillas que al atardecer con el crepúsculo adquieren un profundo tono almandino; rojas como besos de negramoll; ambarinas como la fina piel de la malvasía; azulonas que compiten con el cielo de noviembre… casas habitadas por gentes con sueños de color.
La mañana alimenta el aire de las calles, ilumina las heridas de los carros sobre adoquines de basalto, se lanza por las callejuelas atravesando cortinas, poniendo en marcha el mecanismo del despertar de los párpados.
Las tiendas abren sus portones y sacan a la calle el olor dormido. Huele la lonja de seño Eligio a pasas de moscatel y a queso de San Bartolomé, duro como una muralla, picón y sabroso, con aspecto de haber formado parte del ajuar de una casa jonda, suero antiguo de leche libada en honor a Achguayaxerax, el que todo lo sostiene, y al caldeante Magec, señor de la luz.
Huelen también las tabaquerías, especialmente La Defensa: virginios profundos, asperjados de aguardiente. Las tiendas de ultramarinos. Los almacenes coloniales con su muestrario de telas inglesas además del dril y la sarga. Los mostradores de la pescadería, catálogo completo del Mar de Canarias, pejes con miradas absolutas, circulares como los ojos de las estatuas sumerias. Sobre el pequeño muelle de La Pesquería se agolpan las cajas llenas de destellos metálicos de los sacrificados. La Recova con las gallinas arremolinadas en un solo nudo, gallos ofendidos con sus miradas desafiantes. Batatas de piel casi morada y pulpa blanca, calabazas y melones «carraqueños» que se parecen, pero al contrario de la calabaza el melón es dulce y aromático; duraznos, el mejor de los frutos de la isla, barbaditos de pelusilla cosquillosa y carne que inaugura en los labios una sinfonía de sabores inesperados.
Empieza el día y Arrecife, oriental y lerda, se despereza mientras mil cosas ocurren al mismo tiempo. Rebuznan las bestias, braman los camellos, chillan los carreros y gritan los chinijos para el tiempo de los juegos. En el cielo las gaviotas, los charranes y los guinchos, hacen acrobacias sobre los islotes, dibujando musicales voces en el azul limpio de nubes.
Arrecife es la mirada de Lanzarote, el ojo corazón, se dé las vueltas que se dé la isla. Arrecife sabe que el sol sale cada mañana para despertarla. Que es la única ciudad en el mundo. Lo sabe porque bien claro se lo ha dicho el viento del Norte, que viene huyendo del vacío.

 

Texto: félix hormiga ilustración: atchen pounapal