Tierra adentro
Les hablaba apasionadamente sobre el mar como si este fuera familiar para ellos. Sonaba excepcional aunque resultaba incomprensible. Sus ojos brillaban cuando les narraba, y contagiaba su emoción al escucharle. Su mar —como él decía— era inmenso, tanto o más que el cielo. Su color era impreciso porque dependía del capricho del sol. El fondo era tan profundo que jamás había logrado llegar al final, es más, dudaba que tuviera un fin. Todos prestaban atención en silencio sin saber de qué hablaba. Nadie le entendía, pero, educadamente, le dejaban seguir.
Se dejó caer al suelo, exhausto, y echó algo de menos. Sentado en la tierra seca, después del larguísimo viaje, extrañó por primera vez su vida anterior, las voces calladas y mezcladas de sus seres queridos, sus esperanzas, sus ansias de conocimiento, la sal… Sobre todo la sal. El mar era el agua y la sal. Las decenas de oyentes que allí se habían congregado terminaron también sentados a su alrededor en el polvo escuchando lo que para todos ellos era una fábula. Muchos se dieron cuenta de su estado. Su cansancio, el polvo que desdibujaba su forma, le hacía parecer lo que no era.
Él era un nadador nocturno —contaba— que un día decidió dejar el mar atrás en busca de algo diferente sin saber muy bien qué habría más allá de las aguas. Siempre pensó que el mar era infinito pero según nadaba y llegaba a la orilla descubrió que cuanto más se aventuraba tierra adentro, su mundo conocido desaparecía tras él. La sal ya seca y el sol fuerte quebraban su piel según caminaba por aquel ignoto territorio. Si acaso se cruzaba con alguien este le resultaba extraño. Cuando llegó la noche lloró lágrimas secas por la ausencia de su confortable nido y lágrimas mojadas por el nerviosismo que le provocaba su aventura. Su excitación y temor iban en aumento aún más si cabe cuando llegó a la aldea donde encontró a sus incrédulos oyentes.
Cada piedra que encontró en su peripecia le recordó su esfuerzo, y el agotamiento provocó que una última lágrima corriese por la mejilla agrietada para secarse antes de caer al suelo. Mientras hablaba miró a los que aún escuchaban y estos rehuyeron su mirada. La escarapela que llevaba en el pecho les asustaba aunque no era más que un conjunto de escamas que por la sequedad se le habían arremolinado.
Él, pez de un mundo diferente, se dio cuenta de que no le entendían. Su lenguaje era diferente, sus pies eran diferentes, incluso sus ojos eran diferentes. Cuando cayó después de narrar su hazaña, una niña caminó hasta él y le ofreció de beber. Encharcó su boca y la escupió rociando su cuerpo yermo.
No superó aquella noche, a pesar de que la chiquilla no dejó de mojarle hasta que despuntó la claridad. Los pescados nunca sobrevivían tierra adentro, bien es cierto que él consiguió lo que ningún otro. Cuando arrastraron su cuerpo para enterrarlo, dos escamas secas quedaron clavadas por siempre en la tierra.