LA PECERA

Eran solo dos, y más que besarse entre sí, cada uno besaba el cristal cada cierto tiempo. O al menos así lo creía yo hasta que entendí que eso no eran besos, solo daban cuenta de los restos de comida adheridos al vidrio.
El color de los peces era el mismo, quizás uno era algo más oscuro, y los dos tenían el mismo tamaño. Los había comprado en un mercado de esos que ponen los sábados en cada ciudad de provincia porque en aquel momento me hicieron gracia y pensé que darían vida a mi insulso salón.
Todo lo que alcanzaba su vista estaba inundado. Aquella pequeña pecera no era el océano pero sí un pequeño mar para ellos. No era el mar, pero era lo que tenían y a lo que debían habituarse.
Cada mañana, mientras yo devoraba mi tostada, miraba a mis peces e intentaba descubrir en qué se basaba su felicidad, si en comer, si en nadar, si acaso en sobrevivir.
Un día observé que uno de los peces se quedaba parado. Al principio me pareció que miraba el barco de plástico que me había encargado de colocarles junto a dos plantas de color verde plástico. Luego vi que tenía la mirada fija en la estela que dejaba su compañero con las aletas al nadar. Sus ojos abstraídos reflejaban aburrimiento.
Los días fueron pasando y nunca vi a ninguno de los dos peces hacer una pirueta o algo que denotara que vivir dentro de este trozo de cristal era tener una vida feliz. Nunca lo vi y, además, el paso de los días se había encargado de enseñarme que para esos dos pececillos aquel no era el mejor lugar, que mi hogar no era más bello solo porque ellos nadasen dando vueltas y rotando en aquel mínimo espacio.
Decidí que no quería tener que ver un día a mis dos peces muertos flotando en la superficie de la diminuta pecera.

Elegí aquella tarde como podría haber sido cualquier otra para conducir hasta la playa más próxima. En aquel lugar sin bañistas decidí sumergir la pecera en el agua y que ellos mismos decidieran salir o no. Me quedé observando. Uno de ellos se atrevió y nadó rápidamente alrededor de la pecera pero sin alejarse. Su compañero le observaba desde dentro. Cuando este paró de voltear su compañero también salió fuera, pero al contrario que el anterior, se quedó parado al lado de la pared de cristal de su antigua casa. Finalmente ambos se alejaron mar adentro.

No sé si ellos serán más felices ahora, pero sí sé que mi salón no lució más bonito porque ellos estuvieran en él. Quizás el siguiente paso sería cambiar las cortinas.