¡QUE SE ACABA EL MAR!
¡Que se acaba el mar! - gritó.
Todos nos dimos la vuelta y quedamos parados mirando expectantes.
El azul era confuso, no quedaba claro dónde comenzaba el horizonte. El color era demasiado apagado y difuso, pero se adivinaba.
¡Que se acaba el mar! - volvió a gritar, más fuerte aún si cabe.
Ya éramos muchos, casi un todo, pero todos mudos. Algunos se agarraron de las manos, otros cayeron de rodillas, los más seguían siendo estatuas a punto de romperse.
Aquel que gritaba, lloraba con despecho. Sus lágrimas se agarraban a la orilla para convertirse en mar, pero eso él no lo sabía. Estaba demasiado ocupado en transmitirnos su sensación mientras no dejaba de subir la marea.
¡Que se acaba el mar! - volvía a repetir, cada vez con menos fuerza por el agotamiento, mientras moría un poco más.
El grupo comenzaba a reaccionar. Unos se acercaron, otros murmuraban. Las estatuas dejaron de ser tales y recobraron la vida que minutos antes tuvieron para decidir qué hacer.
El azul quizás se intensificó aunque a mí no me lo parecía. El azul siempre era azul; era el sol el que variaba según jugaba con las nubes.
¡Que se acaba el sol! - acertó a susurrar esta vez, mientras hincaba su cabeza en la arena.
Al fin, una mujer con forma de madre se acercó. Tomó agua de la orilla y le mojó la cabeza.
Esos pelos que escurrían mar le mojaron los brazos a ella cuando hizo del momento algo intenso y hablándole con dulzura, muy bajito, le runruneaba:
- Cariño mío, mi tesoro... El mar moja tus cabellos de polizonte, de pirata, de capitán de nuestro barco. Las sirenas aplauden a tu paso, mientras todas las olas quieren romper contra el casco de tu nave. Siente la brisa. Escucha cómo grazna aquella gaviota a lo lejos. ¿No será que al fin, mi capitán, nos acercamos a la isla? Déjame, mi capitán, que navegue junto a ti en este tu barco. El mar no se acaba, el mar es intenso y es tuyo.
Ella, aflojando el abrazo, volvió a meter la mano en el mar y fue de nuevo su pelo el que recibió el agua con sal. Mientras, la respiración de él se hizo más pausada. Sus ojos permanecieron cerrados desde el principio.
Ambos se levantaron y, muy despacio, comenzaron a alejarse dando pasos semienterrados en la arena.
La playa quedó en silencio. Unos pocos se marcharon. Otros siguieron mirando al mar. Los menos se sentaron.
Yo, que estaba solo y bastante apartado, me retorcí por el drama de la ceguera del muchacho mientras comprendí que el mar no lo es tal cual para todos y que no a todos moja por igual.