NO CULPEN AL MAR DE SU GUERRA
Que las fábulas no existen fue el primer cuento que aprendí en mi ya caducada infancia. Pero que los cuentos siempre tienen algo de verdad me quedó muy claro en el primer instante que leí las páginas interiores de ese colorido libro de tapa dura que mis padres me regalaron tras su viaje. Y es que yo, niño lector, me consideré mucho más sabio que aquel que sonreía sardónico a mis comentarios infantiles pero que él sabía ciertos. Los cuentos, esos con los que nos gratificaban, esos verdaderos amigos de infancia, consiguieron hacernos llegar más allá de donde algunos creían que seríamos capaces de alcanzar.
Ocurrió un día, una jornada un poco más fea que de costumbre, en el que un cuento quedó inacabado. Los dibujos se mojaron de sal y agua, la tinta corrida no dejó leer las letras y las tapas se cerraron demasiado pronto. Aylan no llegó a saber si la rana sería príncipe o si sus héroes vivieron felices y comieron perdices como tantos personajes de sus lecturas.
Aylan no lo llegó a saber porque tuvo que huir de su patria y terminó cerrando los ojos abrazado a una ola.
Pero no, no culpes al mar por ello. El mar tan solo se encargó de mostrarnos una realidad que teníamos frente a nuestra ceguera.
En la blanda y mojada arena de cualquier playa, su cuerpo inerte era mecido por lametones de mar, borrando cualquier huella de vida. Nuestros ojos, al fin, dejaban de mirar indiferentes para tender senderos de pena, atónitos, mientras Aylan callaba.
¿Qué estaba pasando, por dios? ¿Qué era todo aquello?
El mar bostezó y lo engulló de un trago. Siguió su camino entre marea y marea y lo escupió más tarde sobre la arena, con suma delicadeza, acunándole a la par entre la espuma y la resaca de su movimiento.
¡Aylan sobrevivió tantas veces! No hubo bomba que le pudiera ni barrera que él no saltara. No se le oyó gritar y sus lloros, si los hubo, siempre fueron hacia dentro. Pero le mató esa guerra que dictaba sus movimientos y ahogaba la libertad, esa que tantas veces nos retransmitieron y de la cual nunca nos quejamos. El mar sólo fue una excusa.
Muerto en un mar vivo, ahogado en paz, la sombra de la muerte aún es compañera de los que escapan por laberintos de calles sucias con olor a pólvora, de una guerra que no va con ellos.