LA CUEVA DE LAS TORTUGAS
Me sumerjo una vez más en este mar transparente y quieto. La visibilidad es tan nítida que enseguida la descubro. Nada la tortuga y solo ella sabe su destino.
No sé dónde va, ni por qué, ni cuáles son sus planes, pero decido seguirla. No tengo nada mejor que hacer. Nada impertérrita la tortuga, sola, tranquila, sabiendo manejar las ondas que ese mar suyo produce incluso en calma.
Desconozco dónde está la manada. Desconozco también dónde duerme o si conoció varón.
La tortuga avanza mientras observo que desciende pausadamente, como si no quisiera molestar. Quizás está huyendo de mí.
El mar se estremece. Al fondo, se distingue una cueva. Los peces que antes nadaban por los alrededores, ya marcharon hacia otros lares. La boca de la cueva parece el gesto de un alarido. Ella, sin dudar un instante, penetra en una oscuridad que intimidaría a cualquiera.
Sigo el mismo camino que la tortuga. La entrada de la cueva se me antoja vacía, demasiado limpia. Comienzo a distinguir al fin un grupo de peces que nadan de un lugar a otro, como perdidos. Apenas hay corriente.
En el suelo, a bastantes metros de la entrada, me encuentro un esqueleto de tortuga marina. Más allá, según me adentro en la cueva, otro y otro y otro más. El suelo de la cueva está lleno de esqueletos de tortugas marinas.
Temo que mi tortuga haya viajado hasta la cueva para morir, para que sus restos óseos permanezcan en ese panteón natural.
Continúo el avance por el interior de la cueva sin mirar los restos de aquéllo que fueron tortugas, con el afán de encontrar a mi amiga. La cueva se estrecha. Por un momento disminuyo el ritmo. Ya no quedan peces.
A lo lejos la distingo. Es ella. No hay otra. Gira y gira perdida. Ahora entiendo que no ha venido a morir, si no que la cueva es una trampa donde las tortugas marinas quedan atrapadas y encuentran la muerte.
La tomo en mis brazos y salimos ella y yo juntos de la cueva. Una vez fuera, la libero de mi abrazo y nada hacia arriba como si esto no hubiese pasado.
*En los años 80, el explorador francés Jacques Cousteau descubrió una cueva en la isla de Sipadan (Indonesia) mientras rodaba un documental. En la cueva encontró multitud de esqueletos de tortugas marinas y pensó que, posiblemente, era un cementerio de tortugas.
En realidad la explicación es menos romántica. Las tortugas que circulaban por los alrededores de la cueva entraban en ella, se desorientaban, no encuentraban la salida y se ahogaban.