DESIERTO, HERMANO DEL MAR

Soy un perpetuo exiliado con un mar oculto adentro que se encuentra en medio de una nada, donde las arenas juegan a sepultar mis pies descalzos, donde percibo que el único horizonte que me rodea son los kilómetros que me separan de ese mar real, libre, distante y que antaño ocupó este espacio, donde sus aguas serían las que me mojasen en lugar de ser abrazado por las dunas. Hablo de este sediento desierto hermano del mar, un mar de arena que añora el agua. Hablo de este árido desierto –inmenso– en constante movimiento, como lo está el mar, el que posee unas olas secas de arena que pierden el paso y se enredan entre ellas. 

Desierto, imitación constante del movimiento del mar, incluso de su grandeza. Abrazo incansable entre desierto y mar, abrazo eterno, fiel y doloroso por el haber y no tener, por la cuantiosa distancia.
Es el mar con su arena –desierto– la más bella de las combinaciones posibles, donde terminan siempre en beso la ola y la duna, y donde ambas, si te dejas, te acarician y abrazan.

¡Ay, mar, lejano mar! Contemplando la ruina de mi día, con los pies sepultados en la arena, el torpe mar apenas es un recuerdo borroso de aquellas tardes donde la arena húmeda salpicaba movida por el viento y las gaviotas surcaban el cielo siguiendo el rastro de un algo que desconozco. El olor de aquel mar, ya casi imperceptible, me abría las fosas nasales y su vecindad le añadía bonanza al día.
En mi bolsillo guardo la concha que él me regaló, polvo de melancolía que permanece en mis manos unos minutos mientras dura la mirada de lo vivido y lo que hoy es recuerdo. Esa nívea concha, que se mantenía a merced de la ola de turno en aquel mar nuestro de cada día, y que él robó de entre la espuma.

– ¡Toma! –me dijo. Siempre encontrarás motivos para que te dé suerte.

Y esa suerte ha compartido conmigo momentos de vida, de dolor y de amor. Como lo fue de vida y dolor el nacimiento de Venus, donde de una concha nació la diosa del amor.
Y hoy, lejano él y lejano el mar, en mi desierto de exilio invoco a la ola para que lave de arena mis pies sepultados y me devuelva ese olor a sal que me invitaba a mar un día sí y otro también, desde que nací hasta que me ahogué en distancias no deseadas, no perpetuas, pero sí inmensamente largas para conjugar el verbo añorar en cualquiera de sus tiempos.

 

FOTO: FRANCIS PÉREZ www.uwatercolors.com
TEXTO: MARIO M. RELAÑO http://hisaetuvalu.wix.com/mariomrelano