AQUELLOS QUE SON DIFERENTES

Francis Pérez fotógrafo submarino y Mario M. Relaño escritor y poeta, fusionan su creatividad en esta sección.

 


Siempre lo vieron distinto y él también se consideraba diferente a todos. No podía decir que odiara a las personas, pero buscaba constantemente una soledad que no le molestara o, al menos, no sentir el desasosiego y la sensación de estar cercado que continuamente le embargaba cuando estaba con su familia, sus amigos e incluso con la gente que paseaba por la calle. Su soledad era tan buscada que los lugares inhóspitos siempre le parecieron bellos, y condenaba sus ratos de aislamiento a la contemplación, la lectura y el pensamiento.

En casa se dieron cuenta que algo no iba bien cuando, en los días de playa, él se quedada ensimismado durante horas con el trajín de las olas, entrando y retirándose acompasadamente sobre la arena y sus pies mojados, y parecía no atender cuando se le hablaba. A partir de entonces comenzaron a tratarle de forma diferente, como si no comprendiera las cosas, hablándole lentamente y gesticulando. Decidieron también cambiarle de colegio, uno lejos de casa y de las que habían sido sus caras conocidas de siempre. No comprendía por qué lo hacían, porque él sí les entendía a la perfección. No era sordo ni tonto. No era ciego. Pero bien es cierto que su forma de ver las cosas no era ni parecida a la de ellos.

Acudía al mar tanto como por las noches buscaba refugio en su cama. Las olas que se dejaban oír constantemente eran el único ruido que no le atronaba. Era su música. Le gustaba escucharlas y se perdía en su baile. Era su lugar predilecto.

Un día se vistió de pez y nadó hasta lo más profundo, donde ya nacía la oscuridad. Apenas veía, pero no le importaba. Braceó mucho, y sólo regresó cuando lo creyó conveniente, pero esta vez vestido de pájaro y dispuesto a volar hasta lo más alto, allá donde el sol ya no era sol y él sólo algo insignificante.

Una vez en casa, les contó a todos sus aventuras. Nadie le escuchó, y los que lo hicieron no lograron entenderle. Simplemente asentían, sonreían y se compadecían de él.

Nunca podía predecir o comprender los comportamientos de los demás, lo que le llevaba, sin querer, a reaccionar de forma inadecuada según ellos, aunque él no estaba de acuerdo. Era feliz con sus aventuras y tampoco reparaba mucho en los otros.

Regresó al mar y al cielo infinidad de veces, hasta que sus aletas se deterioraron y sus alas perdieron las plumas. Estas, afortunadamente, siempre volvían a repoblarse con facilidad.

El resto de su vida continuó viviendo su autismo más autista si cabe.

Nunca más volvió a nadar, pero no dejó de volar ni un solo día.

 

FOTO: FRANCIS PÉREZ www.francisperez.es
TEXTO: MARIO M. RELAÑO http://hisaetuvalu.wix.com/mariomrelano