Huir

TXOMIN PASCUAL
Huir de la ciudad, de su mundanal ruido, de sus gentes, de sus autos, de los fluorescentes y las bombillas, de los carteles indicativos pero sobre todo prohibitivos, de los papeles pegados en las farolas, anuncios en busca de apartamento o reclamos de un perro perdido, la fotografía de un caniche de siete meses con un lacito en la coronilla. Huir.
Huir de uno mismo, de sus responsabilidades con la vida, de su rutina, de su aburrimiento, de su dolor de muelas crónico, de la más insoportable mentira; huir para enfrentar, dejarlo todo en la ciudad o llevárselo con uno mismo.
Ir al campo; es lo que sigue a huir de la ciudad. Y ya en el campo tierra y más tierra, esta misma tierra que nos vio crecer u otra parecida, pero tierra, y más allá más tierra, es una claustrofobia. ¡Pero no, en algún momento tiene que acabar esta tierra!
Huir de la tierra, aproximarse a sus confines y en un momento dado ¿lo veis?, ¡ah, es el mar! Es mar y más mar, mar desbordándose a partir del horizonte, y más allá más mar, dicen que el 70 por ciento de la tierra es mar, una utopía.
Porque no podemos vivir en el mar, nuestros huesos no lo soportarían, somos animales terrestres. Por eso nunca tenemos suficiente mar, y cuando lo tenemos nos acostumbramos y pronto dejamos de valorarlo y ya nada tiene sentido, ya no se puede huir, somos nosotros dando los últimos coletazos, jamás lograremos olvidarnos de nosotros mismos.
Del interior a la costa, de la montaña a la playa, en el corazón de África hay un infinito desierto de dunas, es arena y más arena, arena blanda y fina, la más blanda y fina arena que jamás se haya conocido, kilómetros y kilómetros de nada que van a morir junto mar, porque todo tiene un fin.
Incluso el mar termina por terminar, y si nos adentráramos en él finalmente terminaríamos por avistar tierra, y seguramente eso nos alegraría. Sería el continente, esa gran isla en la que vivimos la mayoría de nosotros, y al lado de la gran isla un archipiélago, islas cada vez más pequeñas. Toda isla tiene su isla satélite, la cual tiene a su vez una isla satélite, cada vez más pequeñas, islas deshabitadas, islotes, peñones, y en última instancia islas sumergidas, las más bellas y utópicas de todas las islas.
La vida es una perfecta huida. Los unos huyen del mar, les produce agorafobia, quieren subirse a la montaña más alta y desde ahí divisar tierra, sólo tierra, son gente afianzada en tierra. Los otros huimos de la tierra, de la ciudad al campo, del campo al desierto, de ahí a una isla. Nunca una isla fue lo suficientemente pequeña para nosotros, es acostumbrarse a la isla y a partir de ahí buscar su isla satélite, hacerlo desesperadamente, que es el modo cabal de proceder con la huida, es mar y más mar, estamos cerca del fin, no hay margen de movimiento, terminaremos ahogándonos cuando suba la marea y la isla desaparezca.
Pero una isla nunca desaparece, quizá permanezca sumergida pero no por ello deja de existir, somos nosotros que ya no la vemos, que ya no somos capaces de creer en la existencia de algo más allá de nuestras pupilas; es la comodidad de quienes permanecen en tierra.
Mucho mejor ahogarse, hundirse, siempre se puede ir más a fondo. La isla sumergida también tiene sus islas satélites, islas que ya no nos interesan porque este mundo es un negativo del otro. Las islas son espacios vacíos, lo que buscamos entonces son las fosas, nunca una fosa está lo suficientemente a fondo, nunca es lo suficientemente oscura y hostil, es nuestra particular manera de subir a la montaña más alta, desde la cual no ver nada, absolutamente nada, ni siquiera a nosotros mismos. En algún momento tocaremos fondo, y entonces ¿qué?