LA CENA DEL MECENAS

Alex Solar

Cada lugar remoto, cada isla de este mundo, tiene su señor feudal. El nuestro era “El Mecenas”, Salvador Tudurí, a quien los lugareños llamaban también “el Doctor”. Era farmacéutico, aunque nunca ejerció, excepto para fundar unos laboratorios con los que se enriqueció importando antibióticos de primera generación, durante la guerra. Mi amigo Ricard Reguant , chef de la capital, sabía de mi interés por conocerlo y una tarde me llevó hasta su finca so pretexto de entregar allí unas delicatessen y explicarle al Mecenas que yo podía dar más realce a la cena escribiendo una nota en la crónica social del “Island News”, del cual era colaborador. Esa noche se juntaban en su sancta sanctórum distinguidos artistas del cine nacional, pues el sobrino predilecto del Doctor había empezado a hacer sus pinitos como productor y él estaba muy orgulloso. Tras seguir entre montañas y cañaverales una senda tortuosa aparecían los dominios del señor tan reverenciado por los locales. Era una finca agrícola con un tentadero o pequeña plaza de toros, que el Doctor Tudurí había hecho construir por nostalgia de sus tierras americanas, donde pasaba la mayor parte del tiempo.
Don Salvador nos esperaba enfundado en un traje de etiqueta majestuoso en su figura de galán mexicano de los años 40 que desmentía su avanzada edad. Miré de reojo las galerías con animales gigantescos disecados, leones de sus safaris africanos, gacelas y hasta un toro. En una de las tantas salas de estar nos hizo sentarnos en colosales divanes y de paso nos enseñó su colección de portarretratos en la gigantesca mesa de cristal. El Papa, el Presidente de los Estados Unidos, el de Perú, su tierra de adopción y alguna actriz hollywoodense desaparecida aparecían sonrientes a su lado. En otro de los salones, más íntimo, estaban los artistas invitados, Jorge Luis Galeote, con una espesa barba que recordaba su papel en la enésima versión de El Quijote, el corpulento Jaime Berenguer, su Sancho en esa película y otros, en variados estados de etilismo, derrengados entre el mobiliario, los candelabros y los espejos de la mansión.
Galeote me dirigió una mirada condescendiente y apurando un güisqui me susurró: “No te tardes demasiado en la mesa. Chhhhhist”. Seguí saludando y apretando manos desganadas en la habitación y muy pronto el Mecenas anunció que se serviría la cena. En el amplio salón de corte versallesco camareros de librea y enguantados servían apresuradamente las bandejas y tras un gesto casi imperceptible del señor todo el mundo comenzó a deglutir de manera desaforada. Ricard y yo nos miramos con desconcierto, tratando de seguirles el ritmo, pero era imposible. No me alcanzaba a explicar tanto apetito y premura en los beodos actores y su comparsa de guionistas, técnicos y alguna starlette que conformaban la troupe de invitados especiales. Hasta que, no habiendo pasado más de quince minutos del brindis inicial, el Mecenas se levantó abruptamente y los camareros comenzaron a desmontar la mesa en un abrir y cerrar de ojos. La cena había terminado. Lo que siguió fue una larguísima velada en torno del señor contando sus anécdotas, en el salón principal, lleno de obras artísticas y retratos familiares pintados por sus artistas abonados a su labor de mecenazgo.
Galeote, con su rostro abotagado y famélico que lo hacía parecerse a su famosa caracterización, volvió a soplarme al oído: “Menos mal que te has perdido su colección de lepidópteros , en la huerta…”