Europa

myriam ybot

La playa se extendía solitaria ante mí, apenas punteada por las diminutas luces de algunas viviendas encastradas en la ladera del acantilado que la cercaba. Era la noche en que iba a cambiar el rumbo de mi vida y nada hacía presagiar que al baño ritual de mi primer día de vacaciones le seguirían acontecimientos que me marcarían para siempre.
La inmersión, desnuda bajo las estrellas, se convirtió en bienvenida obligatoria desde que, alcanzada la edad en que se me dio vía libre para elegir dónde, cómo y con quién disfrutar de mi mes de descanso estival, enfilaba hacia la costa, ávida de sol, yodo, jable y romance.
Una pequeña mochila era suficiente para aplastar en su interior un par de bikinis de algodón, un pareo deshilachado, unas cuantas camisetas, algo de ropa interior, un vaquero y un pañuelo para la cabeza. No recuerdo haber cargado entonces con todas esas cosas que hoy se me antojan imprescindibles, como el desodorante, el cepillo del pelo o una crema hidratante.
La sensación de libertad hacía suyo mi vientre en el momento en el que me colocaba en un arcén y estiraba el dedo en la dirección vagamente elegida; el levante abarcaba desde Agua Amarga a Rosas, pasando por Mazarrón o Altea. Si el pulgar miraba al norte, podía acabar en cualquier punto del litoral cantábrico entre Galicia y Euskadi. Y si lo dirigía al el sur, poco importaba; tan bien me sentía entre las privilegiadas huestes marbellíes como rodeada de dunas, en una playa de Huelva.
El desplazamiento nunca fue un problema. Instalada en un tiempo entre las noticias de El Caso y la telebasura que vino después, con su carga de paranoia social, alarmismo y morbo, no tenía conciencia de las amenazas que supuestamente se cernían sobre los autoestopistas. Y nunca sucedió nada. Más al contrario, en aquellos periplos hice algún que otro amigo que mantuve durante cierto tiempo.
Viajaba sola e igualmente sola me reincorporaba a la rutina invernal, cuando retornaba a la ciudad; salvo por aquellos paréntesis de mar y sol, mi vida entera transcurría bajo el manto de un largo invierno atemporal y plano.
En cualquier lugar en el que el destino y el último amable conductor terminaran apeándome, las cosas eran fáciles. Siempre había jóvenes dispuestos a hacerme un hueco en sus casas y, por lo general, en sus camas.
A veces encontraba plaza en una tienda de campaña, en el camping para hippies de la zona. O invitación para participar en fiestas a la luz de la luna, en alguna cala desierta, al abrigo de una hoguera y de un rasgueo de guitarra. Servir copas en un chiringuito playero o ayudar a vender pulseras de cuero y otras chucherías a los turistas que patrullaban las avenidas marítimas era el recurso habitual para hacerme con algo de dinero.
Aquel inicio de verano no anunciaba nada diferente. La furgoneta de un grupillo de rock, que hacía bolos por los pueblos de Andalucía mientras esperaba alcanzar el éxito, paró en seco ante mi pulgar y garantizó mi viaje al paraíso. Los 600 kilómetros de distancia hasta Cádiz pasaron sin sentir, envueltos en una nube de hachís y de ataques de risa. Con la promesa de adquirir su primer disco una vez saliera al mercado, bajé en Zahara de los Atunes. Eran las ocho de la tarde y el cielo comenzaba a ruborizarse como una adolescente.
Me encaminé hacia la playa y hundí los pies en la arena, todavía caliente por el azote solar del día. Me sentía cansada tras el largo viaje, los músculos laxos por efecto de los porros y algo adormilada. Rodé los tirantes del vestido por los hombros y lo dejé deslizarse a lo largo del cuerpo hasta los tobillos. En unos segundos braceaba embriagada en aquel océano sin olas. Y de nuevo, el sentimiento familiar de cada estío, la felicidad que me golpeaba el estómago con sus guantes de seda.
Salí del agua con el cielo ya oscurecido y me vestí, escalofriada por el relente. El algodón absorbió las gotas saladas que no habían sucumbido a la carrerilla entre la marea y mis cosas. Tras cubrirme con un chal descolorido, fiel compañero de andanzas veraniegas, inicié un lento paseo, paladeando el placer del dúctil masaje entre los dedos y en las plantas de los pies.
La noche había caído de puntillas, como un velo, pero la enorme luna que colgaba del cielo alumbraba con su luz aquel rincón de mundo.
Su foco me permitió vislumbrar un pequeño bulto cerca de la orilla. Pensé que era un perro muerto o alguna especie de cetáceo varado de poco tamaño. Pero cuando me acerqué, comprobé que se trataba de una niña de unos ocho años de edad, de piel oscura y enorme ojos negros que me miraron con cautela. Estaba sentada en dirección al sur, con los brazos rodeando las rodillas y la vista perdida en algún punto impreciso del horizonte.
Oteé alrededor buscando a quien la hubiera acompañado hasta allí pero la playa estaba vacía. Y a pesar de mi espíritu permisivo e independiente, me sentí escandalizada ante la imagen de la pequeña, sola y desvalida al borde del agua.
Antes de decidir qué hacer al respecto, la niña me miró y chapurreó en un mal castellano con voz clara: —Quiero ir a Europa. ¿Tú sabes cómo ir a Europa?
—No vas a Europa —contesté yo—. Estás en Europa.
Una sonrisa enorme se apoderó de su cara y tironeó de mi mano. —Ven —dijo—. Acompáñame. Se lo tienes que decir a todos, a mamá, a mi hermano Ahmed y al primo Said. A Zaida, mi vecina, y al resto de la gente…
Su urgencia me pareció natural y comenzamos a adentrarnos en el mar. Cuando el agua alcanzaba sus puntiagudos hombros hizo un gesto invitándome a que la acompañara y se sumergió. Yo la seguí, sin sorprenderme ante el hecho de que el océano hubiera adquirido una cualidad gelatinosa, que acariciaba la piel sin humedecerla y que permitía respirar con normalidad.
En aquella especie de líquido amniótico circulaban peces de extrañas formas y colores; flores exquisitas danzaban al empuje de las corrientes y haces de luz sin procedencia definida daban al conjunto una atmósfera de escenario operístico, barroco y decadente.
Tras unas rocas finalizamos la búsqueda. Entre atados de ropa, paquetes y trozos de madera yacían varias personas. Las capas y capas de tela que cubrían sus cuerpos se habían convertido en lastre mortal, antes de pasar a ser solo tristes sudarios.
La pequeña agitó el cuerpo menudo de un niño, flaco y moreno como ella, y trató de incorporar a una mujer, mientras repetía: —¡Estamos en Europa! ¡Estamos en Europa! Yo asistía a la escena con el estómago encogido, sin fuerzas para explicar a la chiquilla que aquellas gentes nunca llegarían a saber que habían alcanzado su meta.
Cuando le pedí que saliéramos del agua, se negó. Y nuevamente acepté sin reparos que prefiriera quedarse con su familia antes que volver conmigo, una completa desconocida. Empezaba a sentirme muy cansada y tenía sueño.
Oí voces a mi alrededor y una luz potente hirió mis ojos, aún estando cerrados. Cuando despegué los párpados y me hice una composición de lugar, me vi en una camilla, desnuda bajo una sábana blanca y rodeada de rostros preocupados. —Eres muy guapa, niña, y muy joven. ¿Por qué quieres hacerte daño? —me preguntaba un hombre canoso ataviado con una bata blanca y sobre cuyo pecho oscilaba un estetoscopio.
Intenté que entendieran lo ocurrido pero mi voz se negaba a responder: sentía la garganta dolorida, como si algo bloqueara su interior. No conseguí que me creyeran, ni entonces ni después. Según el diagnóstico médico aceptado por todos, las drogas debieron obnubilar mi razón y afectada por un desvarío químico, entré en el agua. O quizá me quedé dormida en la orilla y acabé arrastrada por las olas. Tal vez tratara de suicidarme, aunque por vergüenza o por miedo nunca lo confesaría.
Ante mi feroz insistencia, el Ayuntamiento contrató a buceadores para que rastrearan la zona donde, según mis recuerdos, se localizaba la familia migrante y los restos de la patera. Pero no encontraron ni un pedazo de madera ni un fragmento de tela; nada que indicara que las palabras de la niña y las imágenes de la inmersión fueran algo más que retazos de una macabra pesadilla.
Con el tiempo, yo misma llegué a convencerme de que todo había sido un sueño. Pero la mirada de la pequeña, luminosa y triunfante, cuando se supo en Europa, jamás se ha se borrado de mi memoria.
Y desde aquella noche, no he vuelto al mar.