Nº 55
Entonces de forma imprevista alzó su copa y brindó. Brindó por todos aquellos que amamos la mar.
De niño, sobre una roca, orinaba con todas mis fuerzas tratando de calcular la subida del nivel del mar. Me facinaba cómo la marea trataba de raptarme tirando fuertemente de mis tobillos. Tal era el empeño, que en su retirada dejaba una excitada espuma blanca chispeando entre mis dedos. Era realmente divertido observar cómo los pies eran engullidos lentamente por la arena... Yo desafiante levantaba la mirada y aguardaba ilusionado la siguiente embestida. Me maravillaba descubrir cómo esas testarudas olas durante la noche pulían pacientemente la orilla, para ofrecer su piel virgen por la mañana. Las frenéticas huellas troqueladas en la arena formaban ya parte del pasado. El nuevo lienzo esperaba. Me hipnotizaba el horizonte y la forma anárquica que adoptaban las olas al finalizar su viaje. Frente al mar, la vida se me da bien. En el mar descubres todo.
La confianza, en los brazos que te elevan sobre la espuma,
la autoestima, en los pilares del castillo de arena,
la felicidad, en el pequeño cubo donde se exhibe al cangrejo.
La ternura, en las gotas que tiritan junto a los labios,
la alegría, en el salto con el que burlas tu primera ola,
la esencia, en el dedo abstraído que garabatea la orilla.
La amistad, en las lágrimas sobre una toalla compartida,
el amor, en los párpados que acarician la luna,
la pasión, en la lengua dulce sobre el sexo salado,
la belleza, en el imperio absoluto del amanecer.
La humildad, en el temporal que te perdona,
la tristeza en la popa de los que partieron.
El miedo en la luna que refleja las pupilas sin faros,
la impotencia, en el salitre oculto entre las tráqueas,
la rabia en el despacho cruel de los corsarios.
El placer en el diván de teca que remolca la brisa.
La libertad, en la piel desnuda de su vientre salado.
Brindo por el amigo que brinda, quien me enseñó a navegar junto al mástil de su guitarra.
Fernando Barbarin