Nº 51
Un día desembarqué en una isla poblada para aislarme de otros, para cobrarle las horas pendientes al tiempo y mecerlas bajo la luna del mar. Llegué como un mendigo dichoso, con viento sobre la cara y nostalgia entre las manos. Hallé un lugar donde lamerme las revoluciones perdidas sin temor a extraviarlas en el tiempo. A pesar de las inclemencias, la resignación no entra en mis bolsillos; me seduce más el frío que el uniforme, la cueva que un templo, la arena que el asfalto. Hoy, con mi botella serena, soy el canto de un borracho marino, el salitre incrustado en su barba, la niebla que oculta la taberna. En estos años, las olas me separaron de todos ellos... de las filas, de los filos, de los hilos, de las hienas. En tierra, todos acechan; se les puede ver desgarrándose las uñas mientras la hiel de sus ojos refleja las fauces frente a vidrieras, son las sombras hambrientas que siembran piedras y desprecian a los desiguales. Algunos, zozobran por el peso de sus alforjas, y sobre la tierra naufragan.
Mi isla los aísla, pero si algún día abordan mi orilla, soplaré con mis puños hasta que los devore la marea.
Yo elegí silbar con los alisios y desenredar cometas, apagar el ruido y observar de cerca la distancia. Hoy, más que nunca, tengo los pies sobre la mar. Así sé que la roca es el más confortable de los tronos, que el suspiro póstumo de una estrella es candil en la noche, que la silueta crujiente de un cráter encarna la anarquía perfecta. Sé que los años requieren segundos y que un dedal de mar es más libre que el mayor de los pantanos. Tras la orilla de mi barca no cicatrizan la fronteras. Os espero.
Ilustración y texto Fernando Barbarin