REGRESO A SAN BORONDÓN (Alegoría petrolera)
¿Dónde vivo?, se preguntará alguien. Les explico.... He habitado durante los últimos cuatro siglos, siete años y veintitrés días en un territorio que no aparece en los mapas, sino en las leyendas. Cuando llegué no había nadie más aquí. Ahora el censo lo integran cientos de personas y animales de la más diversa condición, todos ellos sin excepción producto de mi mente y debidamente censados en ella.
El padrón municipal de San Borondón, justo es reconocerlo, ha crecido al ritmo de mis caprichos. Si un día necesitaba a alguien que me escuchara daba a luz como por ciencia infusa a un amigo, uno de esos que aparecen en tu cueva con una botella de malvasía cuando atisba tristezas. Añorar nada añoro en realidad, pues ya no recuerdo lo que hubo antes de esta vida.
Para asuntos más prosaicos, como la ingesta de alimentos, llené la isla de típicos animalillos; liebres o gansos para el monte, cangrejos y peces de colores para las costas. Si me cansaba de ver y cazar o de comer conejos, sacaba algo nuevo de la chistera. Así fue por ejemplo como nació el 'meroso', una mezcla de mero y oso que duerme en los charcos y come moras durante el día en el bajo bosque.
Mi residencia es una caverna. Al fondo, cubiertos de polvo y quietud, se encuentran los elementos del globo que me trajo hasta aquí. Al amanecer y al atardecer de los días calmos distingo con claridad la silueta de un volcán de casi cuatro mil metros de alto. Yo le llamo Teide. ¿Existirá de verdad? ¿Será acaso todo lo demás también un gran San Borondón imaginado? Ya no sé si el resto del mundo es tangible o si también es hijo de mis calenturas mentales.
Debo descubrirlo. Necesito entrar en contacto con algo más que mis recreaciones. Antiguamente todavía había quien intentaba llegar hasta este lugar. Incluso se hacían expediciones. “Vamos a conquistar San Borondón“, decían. Luego llegó la ciencia y aseguró sesudamente que San Borondón no existe, que es solo un espejismo, una trampa de la vista en determinadas condiciones de mar echada, sol y nubes, apenas un reflejo engañoso. Si supieran la que tengo aquí montada...
Lo cierto es que he decidido desempolvar y rearmar mi globo. He tenido que hacer algunos remaches, inventando un ayudante imaginario para ello. He tomado provisiones (sobre todo mucha fruta, alguna recién creada, como el papahigo) y justo cuando termine de escribir esta primera página de mi cuaderno de bitácora, esperaré a que me tomen entre sus brazos los alisios. ¿Con qué me encontraré? ¿Seguirá siendo tan real el mundo como se dice? ¿Qué costumbres tendrán ahora los seres humanos? Ya volamos, ya somos hermanos de las gaviotas. Adiós San Borondón, desde las alturas sigues siendo irreal y hermosa.
Y así ocurre. San Borondón la imaginada se pierde de mi vista. ¿Quién la soñará ahora que yo la abandono? El globo resiste con valentía los embates del viento cruzado. Al fin echamos a volar algo más que la imaginación.
Con la misma rapidez con la que se difumina mi viejo hogar, se perfila ante mí la silueta de un gigante. Creo que sé a quién pertenecen esos perfiles. Es, en efecto, aquel que yo llamo Teide. Me acerco a su cumbre nevada. Hace frío en lo alto de este gigantesco templo de fuego eterno. Pero todo es tan bello que me olvido hasta del tiempo. De repente, un zumbido hace vibrar la canasta. Me pongo en alerta, despliego el catalejo y busco el origen de la amenaza.
Cuando quiero reaccionar ya es demasiado tarde. Carezco de soltura y maniobrabilidad. Son las desventajas de ir en un globo remendado por un sastre irreal y con escasa práctica. Un pájaro infernal de color blanco y verde ha pasado tan cerca que pierdo el control sobre mi frágil aeronave. Giramos tanto que el mundo se ha convertido en una espiral. Lo último que pude ver fue el tatuaje que la bestia lucía en su cola: “Binter“. Giro y giro. Caemos. ¡Por todos los habitantes de San Borondón! ¿Dónde caeremos? El alisio nos empuja hacia los mares y tierras del Este, un lugar jamás oteado por mi oxidado catalejo. ¿Será este mi fin, trabucado por un mal aire?
El descenso es un episodio prolongado y angustioso. Un gesto afortunado me ha permitido estabilizar el globo y frenar la caída en picado, pero seguimos descendiendo rumbo al poniente. Las medianías frondosas de las islas de mayor altura dejan paso a territorios desérticos. ¿Quién los habrá imaginado así? ¿Una mente perezosa? No creo, aunque una primera apariencia lo dé a entender. Son bellos, rotundos, paisajes desnudos y primigenios rodeados de aguas transparentes como el sueño de un chinijo.
Algo llama mi atención antes de enriscar. Horrendas y enormes torres de hierro salpican el océano circundante. Los tenebrosos ingenios dejan un rastro marrón, una especie de revoltura. Actúan igual que perros rabiosos mordiendo las entrañas del mar. Tienen bandera, como los barcos piratas: “Repsol“. En los alrededores se distinguen también manchas negras dispersas, 'hilillos' que ascienden a la superficie. Ignoro qué son, pero contemplo a los cardúmenes de peces y a los cetáceos alejándose, despavoridos.
Caemos, impactamos, aterrizamos, nos rompemos. Somos un amasijo informe de telas, mimbres y cuerdas y un hombre asustado. Estamos en lo alto de un cráter. Me arrepiento de haberme ido de San Borondón. Por lo que he visto, hay muchas gentes que tienen la mente manchada de negro aquí afuera. Nada bueno pueden imaginar. Debo rearmar el globo y regresar. Ay, ¿dónde se meterá mi ayudante remendón cuando lo necesito?