“Mujer de negro en fondo blanco”
Tanta claridad alrededor, toda esa luz derramada sobre la alfombra de cenizas de Lanzarote y ella, sin embargo, se mueve entre oscuridades. El sol, siempre vanidoso porque sabe que allá abajo hay quienes incluso le adoran como a un Dios, refleja su imagen dorada sobre la misma sal que cuartea la piel de la mujer.
El capataz de las salinas es un hombre bueno, ensimismado a veces, alto y flaco como un tabobo. Por una especie de encanto, le sale hablar en verso, incluso cuando imparte las órdenes. Los dueños, por su parte, no han considerado oportuno comprar botas para las mujeres que cada día entierran sus pies en el salitre. No son tiempos de lujo. Al menos no para ellas.
Llegan con las primeras luces del día. Se van con las últimas. Al hacerlo dejan otro gran montón de oro blanco a sus espaldas. Allá van de regreso al hogar esos seres mágicos. La vida les entrega tinieblas y ellas las convierten en destellos, en brasas con las que otros se calentarán sin dar las gracias.
Vuelven... Queda el pueblo en lo alto, apenas treinta casas, por supuesto blancas. Como ocurre siempre, una figura negra se separa del grupo justo antes de alcanzar el pedregoso sendero de vuelta. Ninguna echa la vista atrás. La furtiva escena se repite desde hace años.
El atardecer es un incendio tan violento que en breve solo quedarán las cenizas de la noche. Ella, envuelta en su traje oscuro, se mimetiza con las sombras y con las lavas retorcidas, fantasmales, almas dolientes petrificadas. De noche cazan a veces las leonas. De noche caza ella.
Las pardelas anidan en las cuevas del rompiente. Escucha su canto quejoso, que suena a mal presentimiento. Las aves se dirigen hacia el mar, en busca de peces para alimentar a sus pollos. Quizás hagan doscientos kilómetros de ida y vuelta hasta dar con un hirviente manto de sardinas frente a la vecina costa del Sáhara. La mujer viene a lo mismo, a por comida. Aguardan en el nido dos niños y una niña. No puede alimentarlos con el jornal de salinera.
Se agacha ante la hura y encuentra un huevo que guarda con extremado mimo en el bolsillo del delantal. Se aleja. Da la espalda a unos cantiles que no son otra cosa que el viejo campo de batalla entre el fuego y el mar. Deja atrás un océano que arrastra en cada ola recuerdos que se depositan en las orillas de su corazón, igual que los maderos tras un naufragio.
El llanto del más pequeño la recibe al abrir la puerta. La abuela ha amasado gofio y lo ha mezclado con fiscos de queso de cabra. En este lugar no saben qué es el pan. Algo han oído, pero posee para ellos el sabor de lo imposible.
Es sábado. Hay baile y por las ventanas se cuelan las hebras del cantarín sonido de un timple acompañado de unas voces bañadas en ron y vino de pata. “No llores más marinera, que tu marido vendrá, si no es para Nochebuena, será para Carnaval…”
Las criaturas apuran el gofio, el queso y dos huevos sancochados, uno de pardela, otro de la gallina. Ella apenas come. Apaga el quinqué. Para ella hace tiempo que se acabaron las noche de baile. Los viudos sí van y hasta sacan a bailar a las muchachas casaderas, pero está mal visto que lo hagan las viudas.
Se equivocaba la copla. Su marido no regresó. Ella se quedó hilvanando desvelos. Mediado el siglo él zarpó enrolado en un barco pesquero con rumbo a la costa africana. Cayó al mar en esas aguas turbias que se besan con el desierto. Los marineros no sabían nadar. No tienes tiempo de aprender cuando te embarcan desde chico.
Ella pudo hundirse también. Pero como tantas mujeres, no lo hizo. Además, sacó a flote a todos los que se quedaron a su lado, a la deriva. Se dejó la piel –literalmente– en las salinas, pescó con una caña rematada con el cuerno de una cabra al anochecer, cegó cangrejos de palmo y medio de tamaño con una antorcha para tener algo más que gofio ese día, plantó, cosechó, ordenó, amasó, dio calor, crió, lloró, rió, abrazó, se enfadó, soñó y despertó, se desengañó, se ilusionó, soportó miradas que no siempre fueron compasivas, bajó y subió barrancos y montañas, fue la muchacha enlutada, el negro sobre la blanca sal, la mujer sola en el sur, del sur, del sur.
Y cada paso que dio lo agradecen los que estuvieron bajo su manto y los que vinieron después. Fue su ejemplo imperecedero de mujer en el mundo, en su espacio, en su esquinita atlántica. Y sí, la sal sigue estando allí, antes cegadora, tan reluciente hoy como su memoria. La vida le dio cruz. Ella devolvió cara. Malos vientos soplaron. Se apagó su vela. Y entonces ella alumbró un universo.
Gregorio Cabrera,
Periodista y director de www.diarioatlantida.com