La vida se desliza estúpida
“La vida se desliza estúpida”, solía decir mi abuelo, el contraalmirante (honorífico) Joaquín Cervera Balseyro, y mi madre lo repetía con sorpresa, encanto y desidia. Ella decía que esa frase no era válida, pero al final esas cinco palabras la engulleron. La vida se puede volver estúpida si, como en una tormenta perfecta, se mezclan una serie de circunstancias que la convierten en tormenta imperfectamente perfecta. Es entonces cuando la vida te atrapa, te engulle y te lleva a la más profunda de las fosas abisales. En la vida podemos salir de casi todo, de la vida sólo salimos cuando se acaba.
En el 2009, la resaca de la marea todavía me llevaba hacia ese lugar perdido del que nunca veía una salida. Kabul, elecciones, nube de periodistas, esa plaga que se arrastra entre la verdad, la ilusión y los abismos de la información. Allí conocí a Plàcid Garcia-Planas, un colega ahora amigo (aunque nadie es perfecto, como me recuerda Pascual Cervera Arango). Desde el palacio soviético abandonado convertido en un fumadero de opio kabulí donde nos conocimos, hasta las islas Bahamas, nuestras vidas han fluido en este sinsentido global que nos desborda, haciendo Plàcid que todo sea más fácil y no menos abstracto, convirtiendo la absurdez que nos ha ido sorprendiendo en pura poesía periodística. Mi vida se ha deslizado entre socavones, y no sé si con mucha estupidez, pero una cosa sí que siempre supe, algo que quería demostrárselo a Snoopy: no me iba a dejar sumergir en la locura, ahí donde sólo te coloca la frustración ajena, frecuente y ordinaria. Los que encantan serpientes en la cueva maldita, las hacen bailar a su son, y son lo que son.
El almirante Pascual Cervera Topete, hermano de mi tatarabuelo y comandante del último buque insignia del imperio español, el Infanta María Teresa, también acabó en ese abismo, un sistema enfermo y corrupto. Cuando alguien o algo se hunde, como el buque del almirante, poco suele interesar, a no ser que tenga un precio, el precio de la vergüenza. A plena luz, vestido de gala y a toda máquina, el almirante Cervera salió a embestir al primer buque de guerra estadounidense para que la escuadra española pudiera burlar el asedio y escapar del puerto de Santiago de Cuba. No puedo decir más…
Ahí, debajo del barquito de Jerry, imponente, estaba el Infanta María Teresa. Nos lanzamos al agua con equipos de esnórquel comprados en un chino. A bucear a pulmón. Con su móvil, Plàcid grabó e inmortalizó ese momento sublime y –una vez más– absurdo de la primera visión del crucero sumergido. Yo ni siquiera lo vi, estaba demasiado preocupado por encontrarlo. Y fue ahí, en ese punto del Caribe, donde –como diría Pascual Cervera Arango, bisnieto del almirante– me “zafé” de mi enemigo y descubrí todos esos placeres que nos rodean. Que el mejor de los homenajes es el recuerdo y el peor hundimiento, el olvido.