LA SIRENA
“Es a la sirena a quien buscan los pescadores”. La culpan de su mutilación para arrebatarle el tridente, pero las gaviotas, testigos mudos de la locura, saben que fue el mismo mar quien le segó el brazo en una noche de furia. Lo decían nuestros ancestros: “un día u otro, el mar te arrebatará lo que es suyo”. Pensó ingenuo el mar que, una vez desposeído y mutilado, la sirena lo despreciaría y volvería a él, pero se equivocó. En absoluto le interesaban ni su poder, ni su riqueza, ni siquiera su condición de Dios. Fueron otros los atributos que la sedujeron. Al principio fueron sólo los juegos de palabras llenos de complicidad, más tarde las miradas y finalmente la puerta que une al cuerpo con el alma se abrió. No se trataba de lo que él fuera, sino en lo que ella se convertía cuando estaba con él. La diosa, que tanto tiempo llevaba dormida, despertaba llevándola más allá de los límites. Ahora sabía que no era inmortal, que nunca llegaría a ser humana, pero tenía la certeza de estar viva.